El hombre Deja-Vu. Capítulo 11: Despertar

SEGUNDA PARTE: AMNESIA

Jueves, día 2 de Noviembre.

Medianoche.

Me llamo Sean Hamilton. Soy agente de policía.

Me encuentro en un cementerio, con un viento ensordecedor soplando a mi alrededor, azotando los árboles.

Encañono con mi revolver a un hombre que debería de estar a dos metros bajo tierra.

Le encañono porque está huyendo de la ley.

Le encañono porque llevo todo el día siguiéndole.

Le encañono porque está exhumando su propio cadáver.

Creo que sé lo que le ha pasado.

Miércoles, día 1 de Noviembre…

CAPÍTULO XI: DESPERTAR

  • Eres un buen hombre. Trabajas duro y cuidas de tu familia. No hay nada más importante que la familia, ¿verdad?

Oscuridad.
Un ruido. Se repite.
Un despertador. La alarma.
Es mi reloj. Lo paro. 06:02 am. Estaba soñando.
Veo borroso. No sé dónde estoy. Me incorporo.
Es una habitación. No es la mía. O… eso creo. ¿Cómo lo sé? No recuerdo cómo es mi habitación, pero sé que no es está. ¿Qué ha pasado?

Busco la luz. Me levanto. Hay un flexo en mi mesilla, al lado de la cama. Lo enciendo. Junto al flexo, veo un teléfono con algunos números etiquetados junto a las teclas. En el 1 pone “recepción”. Estoy en un hotel.

Aquí comenzó mi nueva vida.

Me levanté y me dirigí al baño. Por alguna razón, había dormido con la ropa puesta, pero no recordaba haberme puesto esa ropa. Unos viejos tejanos y una camiseta blanca. Me miré al espejo. Barba de tres días. ¿Cuánto llevaba sin afeitarme, y por qué no lo recordaba? Es más… ¿por qué no recordaba nada? No sabía como había llegado a ese lugar, ni como averiguarlo. Maldita sea…

Tras mojarme la cara, cogí la camisa que había sobre la silla junto a la cama y me la puse. Salí de la habitación, la número 13. Un número como cualquier otro. Recorrí un pasillo lleno de habitaciones y llegué a algo parecido a un mostrador. El recepcionista leía el periódico. Tuve que carraspear para que me prestara atención.

  • Buenos días – espeté –
  • Buenas – contestó tras observarme durante un par de segundos. Por el aspecto del hotel, supongo que querría asegurarse de que no fuera drogado –
  • Soy… eh… el de la habitación 13
  • Tu nombre
  • ¿Cómo?
  • Que cómo te llamas – Por fin dejó el periódico sobre la mesa y mostró interés por mí –
  • Er… Flynt. Me llamo Jackson Flynt – Me preocupé al darme cuenta de que no podía contarle mucho más acerca de mí mismo –
  • Muy bien, Jackson Flynt de la habitación 13, ¿y qué puedo hacer por ti?
  • Quería… pagar la habitación – No se me ocurría nada mejor para sacarle información a aquel hombre, y la verdad es que  ni siquiera había comprobado si tenía dinero. Bien por mí. –

El recepcionista cogió su libro de registro y se puso las gafas que llevaba colgadas al cuello. Buscó durante unos segundos.

  • Ya está pagada. El registro pone que se pagó a la entrada.
  • ¿A qué hora fue eso?

El recepcionista cerró el libro, se quitó las gafas y me miró con una mezcla de asco y condescendencia.

  • Mira hijo, me da igual si tu novio te dejó anoche aquí hasta el culo de crack y ni siquiera tuvo la delicadeza de darte un beso de despedida. Tienes hasta las 12 para darte una ducha, afeitarte y largarte. Y nada de meterte mierda en el baño, ¿ha quedado claro?
  • No… se equivoca… yo… – Buscaba una respuesta, pero lo cierto es que no tenía pruebas de que aquel hombre no tuviera razón – Es igual, muchas gracias.

Volví a mi habitación sin saber muy bien qué había pasado. El hecho es que me llamaba Jackson Flynt, desperté en una habitación de hotel, y no tengo ni remota idea de cómo llegué allí, ni de cómo era mi vida hasta ese momento. No recordaba nada.

Me paré a reflexionar unos instantes, y me fijé en algo que no había visto hasta entonces. El abrigo. Detrás de la puerta había colgado un viejo y raído abrigo gris de tres cuartos. Lo descolgué y me lo puse. Era de mi talla. Diablos, hasta me sentaba bien. Palpé los bolsillos en busca de pistas, y doy fe de que las encontré.

En el bolsillo interior había una cartera con 100$ y una tarjeta promocional de una tienda de fotografía con una imagen de una cámara fotográfica antigua y una dirección. Algo desgastada, pero se distinguía la letra. Nada más. Ningún tipo de identificación. En cuanto al bolsillo izquierdo, había un recipiente cilíndrico, como los que se usaban para guardar los carretes de cámara fotográfica. Lo moví para comprobar que, efectivamente, había un carrete dentro, o al menos algo de la misma forma. No recordaba haber visto uno de esos en mucho tiempo, pero tampoco recordaba nada de mi vida hasta las 6 am de esa mañana. ¿Qué importancia podría tener? Era solo una sensación. En el bolsillo derecho de la chaqueta había un recorte de periódico doblado. Cuando lo desdoblé, tuve que sentarme en la cama, por la impresión.

El recorte contenía una foto grande. En ella, se veía a tres policías. Uno de espaldas, gritando, y dos de frente, uno joven y otro más viejo. En el centro de la imagen, tumbado boca abajo sobre un charco de sangre, estaba yo. O mi hermano gemelo. A excepción de que él iba perfectamente peinado y vestido y yo parecía un mendigo (o un chapero, según el recepcionista). Ese condenado cadáver era exactamente igual a mí.

La noticia que acompañaba a la fotografía decía: “un joven de unos treinta años ha sido hallado muerto en su domicilio de la calle Craddle, con un disparo en la espalda. La policía se negó a hacer declaraciones”.

La calle Craddle… ¿dónde demonios quedaba? Ni siquiera sabía si estaba en esta ciudad. Y en cuanto a la fecha, la página era del Miércoles, 1 de Noviembre. Parecía en buen estado, así que descarté que fuera de hace mucho tiempo. Podría ser de ayer mismo. Según esa teoría, hoy era Jueves, 2 de Noviembre. No es que fuera muy preciso, pero era lo mejor que tenía. Volví a guardar la foto en el bolsillo de la chaqueta y salí de la habitación. Dejé las llaves en recepción, y me fui a la calle, esquivando la mirada inquisitoria de mi amigo el recepcionista.

Al momento volví a pensar que no sabía dónde estaba, ni dónde tenía que ir. Solo contaba con un nombre de calle, un billete de 100$ y una vaga idea del día que era hoy. Aunque esto último lo resolví bastante rápido. Me acerqué a un quiosco de prensa y miré las fechas de los periódicos. Efectivamente, hoy era Jueves, 2 de Noviembre. Ya solo me faltaba averiguar quién era yo antes de las 6 am del Jueves 2 de Noviembre, quién era aquel cadáver exactamente igual a mí, y quién me había dejado todas esas piezas para montar el puzzle.

Pensé en dirigirme a un hospital, pero dudo mucho que quisieran atender a un mendigo con únicamente 100$ en el bolsillo y muchas dudas con respecto a su identidad. Lo más probable es que llamaran a la policía o me llevaran a un albergue. No era lo que necesitaba. Y además, me encontraba francamente bien, así que decidí caminar, y buscar a alguien que supiera decirme dónde estaba la calle Craddle. El problema es que a esas horas de la mañana no hay mucha gente caminando, y menos en un frío 2 de Noviembre. El frío en esa época del año, junto al hecho de que tanto el recepcionista como los periódicos parecían hablar mi idioma, me decía que me encontraba en algún lugar de los Estados Unidos. Bueno, no vamos mal, pensé.

Al rato de vagar sin rumbo me crucé con un hombre que parecía tener problemas con su moto. No quería arrancar. Por alguna razón, me acerqué a ayudarle. Algo me decía que sabía qué le pasaba a esa moto. Y qué demonios, no sé si era amable antes de las 6 am de aquel Jueves, pero era un buen momento para empezar a serlo.

  • Ey amigo, ¿puedo echarle una mano? – Le dije –
  • Está condenada máquina se niega a arrancar. ¿Sabe de motos?
  • Eso creo. Podría ser un problema del variador, o del embrague. ¿Cuánto hace que cambió los rodillos?
  • No hace un mes, están prácticamente nuevos.
  • Bueno… eso casi descartaría problemas en el variador. ¿Ha notado que le patine el embrague últimamente? Podría ser debido a que los ferodos están muy desgastados.
  • Mmmm… no he notado nada. También cambié el embrague hace poco tiempo, así que no creo que sea eso.
  • Bien… ¿me permite? – Hice ademán de inclinarme sobre la moto. El dueño parecía confiar en mí –

Quité la pipeta de la bujía y comprobé su estado. También verifiqué que el cable a la bobina estaba bien puesto, y que el resto de cableado estuviera bien conectado. Después comprobé las juntas de la caja de láminas, el cilindro y los cárteres. Todo parecía correcto.

  • Bueno, por aquí todo parece bien – dije – ¿Qué me dice del carburador, hace mucho que no lo limpia?
  • No, lo limpié hace poco, pero ahora que lo menciona… ayer estuvo mi sobrino jugueteando con la moto. Se dedicó a darle gas sin moverla del sitio, para ver como sonaba. Ya sabe como son los chavales… Eso podría haber causado algún problema.
  • Mmmm… es posible. – Busque el botón de purga del carburador, y lo apreté hasta que me mojé los dedos de gasolina. Con eso conseguí vaciar la cuba para que la gasolina filtrara bien, y pasara la cantidad necesaria hasta el cilindro. – Pruebe ahora.

Tras un par de intentos, la moto arrancó correctamente. La verdad es que no tenía ni idea de dónde había sacado esos conocimientos, pero había logrado ayudar a aquel tipo. Primera buena acción de mi nueva vida como el amable Jackson Flynt.

  • ¡Ey, tenía razón! Muchas gracias por su ayuda. ¿Puedo ofrecerle algo? – Sacó su billetera del pantalón –
  • No, no… por favor. Simplemente me gustan las motos. Y ayudar a la gente – aunque no tuviera ni idea de porqué –

Aquel hombre me miró con cierta desconfianza. Demasiada amabilidad de buena mañana, supongo. Pero parecía agradecido. Se limpió las manos de grasa y me ofreció una de ellas.

  • Pues encantado de conocerle, señor…
  • Flynt, Jackson Flynt.
  • Yo me llamo Walter… no parece de por aquí, ¿me equivoco?
  • No… la verdad es que mi primera vez. Estoy de paso. Negocios – mentí –
  • Bien, pues al menos deje que le aconseje un buen sitio para desayunar. La cafetería de la calle Wavage… ¿cómo se llamaba? Soy fatal con los nombres… Es igual, no tiene pérdida. Siga por esta calle y la cuarta a la derecha es Wavage. La cafetería está al principio.
  • Er… muchas gracias, iré. Es hora de desayunar.
  • El café no es muy bueno, pero tienen la mejor tarta de manzana de la ciudad. Asegurese de pedirla.
  • Lo haré. Gracias otra vez, Walter.
  • Gracias a usted… Jackson.

A esas horas, la perspectiva de un café caliente, por malo que fuera, y un buen trozo de tarta me parecía enormemente atractiva, así que me dirigí hacia donde el buen Walter me había indicado. Seguiría con mi búsqueda más tarde.

Tras unos minutos caminando, me percaté de que en esta ciudad las calles eran más largas de lo que pensaba. Aun no había llegado a la segunda calle a la derecha, y ya estaba muerto de frío. Además, se me había desatado un cordón de las zapatillas. Me agaché para atármelo y sentí algo pasar junto a mi oreja derecha, que estalló a pocos metros de donde yo estaba. ¿Qué demonios?…

Una bala. Era una bala. Alguien me estaba disparando.

Tras mirar desorientado a izquierda y derecha, encontré el origen de esa bala. Un tipo muy bien vestido, de tez morena y pelo engominado se dirigía hacia mí, mientras sacaba de la parte posterior de su pantalón un cargador para introducirlo en la pistola que llevaba en su mano izquierda. No pensaba darle oportunidad de fallar un segundo disparo, así que salí corriendo.

No miré atrás en ningún momento, pero estoy seguro de que aquel tipo estaba siguiéndome. Traté de meterme por zonas concurridas, pero a esa hora había poca gente. Me di cuenta de que estaba desandando el camino andado, así que me metí por la primera calle que surgió a mi izquierda y me oculté tras unos cubos de basura. Al lado de un cubo, encontré providencialmente una barra de metal, así que esperé a mi asesino con aquel arma rudimentaria en la mano. Le sentí aminorar el paso y quitar el seguro a su arma en cuanto llegó a la altura de la calle. El cabrón sabía que estaba allí. Cuando pasó a mi lado, me arrojé contra él con fuerza, sin pensar demasiado. Logré desestabilizarle y se golpeó contra la pared de enfrente. Antes de que lograra reaccionar, le golpee con la barra en el brazo, y el sonido de su pistola cayendo al suelo fue amortiguado por su grito de dolor.

  • ¡¿Quién coño eres y por qué intentas matarme?! – Le grité –
  • Tienes muchos huevos para dejarte ver por aquí abiertamente, Stalker – Me respondió –
  • ¿Stalker?, ¿quién carajo es ese Stalker? – Me miraba con incredulidad mientras le decía esto –
  • No te hagas el loco pinche cabrón

Mi atacante parecía confundirme con otra persona, y eso me hacía estar totalmente confundido. Aprovechó mi estupor para levantarse del suelo y tirarse contra mí, lanzándome contra los cubos de basura. Tras forcejear, me golpeó la nariz con la frente, dejándome atontado y en el suelo. Se incorporó.

  • Cuando llegues al infierno, dile al diablo que Valerio Gómez Ventura le manda saludos – dijo mientras quitaba el seguro de su arma y me apuntaba –

Justo antes de cerrar los ojos, para no ver el inevitable final de aquella desigual pelea, vi un punto rojo en la frente de mi asesino. Tras ello, un ruido amortiguado, y un golpe seco. Después, un par de segundos de silencio.

¿Ya?, ¿eso era todo?, ¿estaba muerto? Pues no había sido para tanto… Abrí los ojos lentamente y comprobé que, si eso era el infierno, se parecía bastante al callejón donde me encontraba hace segundos. Y el hombre que yacía a mi lado, también se parecía mucho al matón que intentaba asesinarme, solo que con un agujero más en la frente.

Alguien le había disparado a aquel tipo. Por el sitio del que debió venir el disparo, mi Ángel de la Guarda debía estar en el edificio de enfrente, asomado a una de las muchas ventanas abiertas que adornaban su fachada. No tenía tiempo de darle las gracias, ni de adivinar quién era, así que recogí la barra de metal del suelo, y salí pitando de allí. La barra me daba más confianza, ahora que parecía que había quien me quería bajo tierra.

En la calle, nadie parecía haberse dado cuenta de lo que había sucedido. Aun así, no pensaba quedarme a recibir a la policía cuando llegara. ¿Cómo les iba a explicar todo aquello? Lo mejor sería que me dirigiera a la cafetería, por ahora. Era un lugar seguro. Tampoco iba a conseguir nada intentando averiguar más sobre mi asesino. Necesitaba un café, y muchas explicaciones que no tenía ni idea de quién me podría dar.

Al cabo de caminar un rato, con la barra disimulada dentro del abrigo, llegué a la famosa cafetería de la calle Wavage. Nada más entrar, tuve una extraña sensación de encontrarme en otra época. De repente, había vuelto a los 50. No sabía de dónde sacaba la referencia, pero la barra, con sus taburetes, y las mesas de sillones rojos me recordaban a películas antiguas, que seguramente había visto alguna vez en el cine, cuando era un crío.

En cualquier caso, decidí sentarme en una de las mesas y reflexionar tranquilamente sobre mi situación. Estaba emocionalmente exhausto. En la última hora me había despertado en la habitación de un hotel sin saber quién era ni dónde estaba, me había encontrado con una fotografía de mi doble – o mi hermano gemelo – muerto y alguien había intentado matarme, además de llamarme por un nombre diferente al mío. Un dato que, por ahora, es el único del que puedo estar seguro. Me llamo Jackson Flynt. Aunque aquel matón a sueldo me llamó… ¿Stalker? No tengo la menor idea de quién es ese Stalker, ni tampoco – y esto me preocupa algo más – de quién es la persona que me salvó la vida, ni porqué lo hizo. Lo que sí parece claro es que alguien quiere que averigüe quién soy. Ese recorte de periódico es demasiada casualidad. ¿Y el carrete? Mi cabeza está a punto de estallar… Empecemos de nuevo…

  • Buenos días señor, me llamo Joseph y seré su camarero, ¿en qué puedo servirle? – Una voz me sacó de mis pensamientos –
  • Er… hola… Joseph. Quiero un café solo y un pedazo de tarta de manzana, gracias.
  • En seguida señor – dijo Joseph tras mirarme un par de segundos. Supongo que mi aspecto no era el de un ejecutivo, precisamente –

Tras dar buena cuenta de la tarta de manzana – Walter tenía razón, estaba exquisita – y beberme el café de un trago, sentí la imperiosa necesidad de escuchar a mi vejiga. Que me estaba meando, vaya. Fui al baño – realmente limpio – y tras aliviarme, me detuve ante el espejo. Realmente, no reconocía a la persona que estaba al otro lado. Estaba bien entrado en la treintena, con barba de 3 días, y llevaba el pelo lo bastante largo como para que las señoras con las que me cruzaba por la calle se agarraran el bolso al llegar a mi altura. Pero no era un mal tipo, diablos. O había dejado de serlo esa misma mañana. Me refresqué la cara, y volví a mirarme. Uno mejora mucho con la cara recién lavada. Tenía un brillo diferente.

Después de aprobar mi renovada imagen de buen tipo con la cara lavada, volví a mi sitio y me dispuse a pagar el desayuno. Era una buena manera de cambiar los 100$. Tal vez necesitara algunas monedas para llamar por teléfono más tarde. Metí las manos en los bolsillos. La cartera estaba en el bolsillo izquierdo… no… en el interior… Un momento. Algo no funcionaba como es debido. El recorte de periódico. Recuerdo perfectamente haberlo dejado en mi bolsillo derecho, bien doblado. Ahora estaba en el izquierdo, y arrugado. Como si alguien lo hubiera dejado apresuradamente. Joder, no me estaba volviendo paranoico, alguien me había registrado los bolsillos. Buscando culpables, miré a Joseph. Cuchicheaba con el cocinero, mientras ambos miraban hacia mi sitio. Los comensales de la mesa de al lado también me miraban con disimulo. ¿Es que están todos en el ajo?, ¿quién me está siguiendo?

En ese momento, exploté. Eran demasiadas emociones en poco tiempo. Blandí la barra de metal, y comencé a gritar como un loco.

  • ¡¿Qué queréis de mí, cabrones?!, ¿es esto lo que buscáis? – saqué el recorte de periódico – ¿me queréis asustar?, ¿volverme loco? ¡No lo estoy!, ¿me ois?, ¡no estoy loco!
  • Señor, calmese – Joseph, seguro que había sido él. Se dirigía lentamente hacia mí –
  • ¿Que me calme?, ¿te crees que soy idiota?, ¿que no sé lo que estáis haciendo? – la verdad es que no lo sabía, pero confiaba en que me lo dijeran, asustados –
  • Señor, insisto en que se calme. No sé lo que le ha sucedido, pero puedo asegurarle que nadie…
  • ¡No des un paso más! – grité mientras cogía la barra con las dos manos. Joseph retrocedió y volvió a entrar en el mostrador –
  • Si no se calma voy a tener que llamar a la policía, señor.
  • ¿A la policía?, ¿y por qué no llamas a otro de tus matones, para que me encargue de él?

Por el rabillo del ojo, me fijé en que uno de los comensales de la mesa de al lado de la mía se dirigía lentamente hacia la puerta. Me giré rápidamente hacia él, amenazándole con la barra

  • ¿Y tú dónde vas?, ¿a dispararme por la espalda? ¡Vuelve a tu puto sitio!
  • No… no me haga daño… yo solo quiero salir de aquí… mi familia… no nos haga daño, por favor – sollozaba –
  • ¡He dicho que vuelvas a tu sitio, y no te muevas!

Trataba de tener la situación controlada, pero cada vez era más complicado. Joseph parecía paralizado, detrás de su barra. El cocinero y un par de camareras me observaban temerosos, desde la distancia. A mis compañeros de la mesa de al lado se le habían unido un grupo de curiosos en la calle, seguramente alertados por mis gritos. Un tipo de metro ochenta con una barra de metal y amenazando a voces no es algo que esperes encontrarte en tu tranquila y agradable cafetería un jueves de buena mañana. Tenía que salir de allí.

Cuando me dirigía lentamente hacia la puerta, dispuesto a salir sin congregar aun a más gente, escuché unas sirenas a lo lejos. Genial. Alguien había llamado a la policía. Seguro que había sido el bastardo de Joseph, desde su lado seguro de la barra. De todas formas, la policía no era lo que necesitaba un indocumentado que había amenazado a toda una cafetería con una barra de metal. ¿Y si tenía antecedentes en mi vida previa? Definitivamente, tenía que salir de allí. Tras asegurarme con un último vistazo de que nadie me seguía, salí por la puerta sin mirar atrás.

No sabía quién era, ni donde estaba, alguien intentaba matarme y mis únicas armas era una barra de metal y una fotografía. Genial. Al menos había desayunado. Si me volvía a topar con Walter, le daría las gracias.

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El hombre Deja-vu. Capítulo 10: Punto de encuentro

Pensé que lo más lógico sería llevarme todo el papeleo que tenía en comisaría a casa y leerlo allí, así Appleton no podría echarme la bronca cuando tuviese todos los informes esos que me pidió catalogados sobre su escritorio, lo que me dejaría más tiempo y liberad para investigar esto.

Lo más agobiante de todo esto era que no sabía cuánto tiempo podría aguantar con este ritmo de pantomimas e investigaciones a escondidas.

Me fui en metro hasta mi casa, donde cogí mi coche y fui a comisaría. Ya en el departamento me dirigí a mi despacho. Todo el mundo estaba sospechosamente más agradable de lo normal conmigo, cosa que me inquietó por un segundo y me dio igual el tiempo restante. Por esa suerte que tengo yo generalmente de toparme con la persona precisa en el momento adecuado, me topé con Billy, el tío del laboratorio.
– AB negativo, Sean – soltó él de golpe.
– Supongo que con la parca frase “AB negativo, Sean” (y no sé porqué lo llamo frase, ya que no tiene ni verbo), me informas del grupo sanguíneo que has hallado en la sangre que había en el pañuelo que te he pasado, ¿no?
– Eeeeh… Pues claro – dijo Billy.
– Joder, pues di eso, y ya está.
– ¿Me puedo ir ya? – me rogó. No me dio pena.
– No ¿Qué sabes del ADN? – pregunté.
– ¿De qué ADN?
– De la que se encontró en la parte trasera del coche de JFK… ¡Pues del ADN del pañuelo, joder!
– ¿Pero concretamente qué quieres saber?
– Si coincide con la del de la 304 – dije.
– No, no, ni por asomo, no tiene nada que ver, ¿por?
– O sea que de que puedan ser gemelos ni de coña… – probé suerte, a veces las mutaciones ocurren…
– Ni de coña – sentenció él.
– Vale. Gracias – y me largué rumbo a donde dije que iba, es decir, mi despacho.
Despacho que, al llegar a él, me encontré con las luces encendidas. Había alguien dentro. Porque yo nunca me dejo las luces encendidas, es una manía que tengo, no encender una luz hasta que apago la anterior. O sea, que había alguien dentro. Giré el pomo muy despacio, como para anunciar mi llegada al quién-quiera-que-seas que hubiese dentro. Empuje la puerta. Asomé la cabeza. No, otra vez no…
Dentro de mi despacho se habían colado Chip y Chop, que revolvían con entusiasmo todas mis cosas, pero sin prestar especial atención a ninguna. Uno sentado en mi escritorio, el otro en mi silla. Giraron sus cabezas lentamente hacia mí y me miraron fijamente.
– Buenas noches, teniente Hamilton – dijo Chop.
– Buenas noches chavales, ¿qué tripa se le ha roto ahora al F. B. I? – comenté, para romper el hielo. Pero se conoce que el F. B. I. adora el hielo, y no hicieron un gran esfuerzo por romperlo. Ni siquiera por agrietarlo un poquitín.
– Ha estado usted viendo e investigando acerca del hombre del que le hablamos esta mañana, Sean.
– No – dije yo.
– No era una pregunta, ha estado usted viendo e investigando acerca del hombre del que le hablamos esta mañana.
– Nos ha desobedecido. Y a su comisario también.
– ¿Y como lo saben ustedes? – les pregunté, como si con eso fuese a dejarles sin respuesta.
– Porque le hemos estado vigilando – contestó Chip.
– Vaya… impresionante. Siento el acoso que deben de sentir personas como Paris Hilton. En serio chicos, me hacéis sentir tan importante… – dije irónico.
– No se lo tome a risa, teniente Hamilton.
– Eh – salté -, amigo, que va a gastarme el nombre de tanto usarlo.
– Sigue sin escucharnos, y lo que tenemos que decirle le interesa – dijo uno de ellos.
– Y por la situación en la que está, y lo que es peor, por la situación en la que podríamos ponerle por desobedecer una orden directa del Gobierno, le interesa aún más – dijo el otro de ellos.
– ¿Y eso por qué? – pregunté, dando por sentado que el F. B. I. no regala nada a nadie.
– Acompáñenos – dijo Chip.

Los dos se pusieron en pie, y Chop cogió un maletín negro del que no me había percatado yo hasta ese momento de su existencia, y me invitaron con un gesto a seguirles. Era raro, ya que parecía que se conocían el edificio mejor que yo. Pero qué demonios, son federales, seguro que se conocen el edificio mejor incluso que el arquitecto que lo edificó. Seguro que escupen huesos de cereza más lejos que nadie. Porque son federales…
Tras varias vueltas tontas – pero que por el ímpetu que llevaban no iba a corregirles – llegamos a la sala de briefing. Otra peli, pensé. Pero me equivocaba. Me hicieron sentar. Abrieron el maletín usando la clásica combinación de tres dígitos y sacaron de él una cosa de muy alta tecnología, al menos en su apariencia, porque simplemente era un proyector. También sacaron un ordenador portátil, al que conectaron el proyector. Desplegaron una pantalla plegable. Por un segundo me entraron ganas de echar una mano, pero que se jodan, pensé.
Con todo el equipo – equipo federal, desde luego – desplegado, encendieron el portátil y el proyector lanzó una imagen con el escudo del F. B. I. a la pantalla plegable. Entonces Chop apagó las luces y Chip se puso delante de mí. Antes de que me diese por gritar, Chip me dijo:
– Lo que va usted a ver es confidencial. Ni sus compañeros más allegados,…
– Si es que los tiene – cortó Chop.
– … ni su jefe – continuó Chip -, ni nadie puede saber esto, ¿comprendido, teniente Hamilton?
– No, hay una cosa que no me cuadra ¿Por qué me cuentan todo esto de pronto a mí? ¿No deberían intentar apartarme por todos los medios de esto? Eso es lo que hacen ustedes, joder el trabajo policial.
– No se pase de listo, Sean – me dijo amenazante -, si hacemos esto es porque usted ha llegado más lejos en una mañana que nosotros en un mes – mirad, no voy a negarlo, me emocioné. Eso me caló hondo. Ahora sí que estaban rompiendo el hielo.
– ¿Nos va a ayudar? – dijo Chop. Sólo por el ligero tono de desesperación que me pareció oír en su voz, respondí:
– Vale, enséñenme lo que hayan traído y veré cuánto saben al respecto y cuánto sé yo al respecto.
– De acuerdo…
Empezó entonces una sucesión de imágenes, muy granuladas y en blanco y negro. Fotografías de gente. La primera era de un hombre de tez y pelo morenos, con muchas entradas y engominado hacía atrás, perilla de chivo y grandes gafas de sol. Una camisa grande de rayas y poco más que fuese significativo.
– El hombre de la fotografía – explicó Chip – es Valerio Gómez Ventura, uno de los cárteles colombianos de la droga más peligrosos del mundo. Le llaman el “Señor de la Coca”. La INTERPOL, la C. I. A. y nosotros mismo, en una operación conjunta, llevamos más de dos años recopilando pruebas para meterlo entre rejas; tenemos varios agentes infiltrados entre sus hombres, algunos de su mayor confianza, pasando información.
– ¿Y creen que está relacionado con mi asesino? – dije, por si colaba.
– No, pero el hombre al que encontró usted muerto ayer por la mañana era un testigo dispuesto a testificar en cualquier juicio contra Valerio. Su nombre era Conrad Stalker.
– Por eso – mencionó Chop desde el fondo de la sala – su madre le dijo que se llamaba señora Stalker, y no Flynt.
– ¿Cómo sabe que me dijo eso? – pregunté sorprendido.
– Micros – anunció Chop -. No pregunte dónde – añadió. Y menos mal, porque yo ya iba a preguntar “¿Dónde?”.
Pasó la fotografía a otra de un tipo feísimo, calvo, canoso, viejo y gordo, como Ernest Borgnine en sus últimos trabajos, pero con mala hostia. Vestía un mono de mecánico lleno de grasa.
– El hombre que está usted viendo ahora es Thomas A. Wilder, un mecánico que tenía un taller al sur de Texas – explicó Chip.
– Pero el taller era una tapadera. Algunos de los empleados se ganaban cinco veces el sueldo normal por trabajar en el laboratorio que tenía en el sótano del taller cortando cocaína – dijo Chop.
– Cocaína que enviaban después a Valerio, – siguió Chip – aunque Valerio solía ir a menudo al taller para ver como iba todo, para cuidar su negocio. Conrad era uno de los mecánicos del taller de Wilder que no sabían lo que ocurría en la planta de abajo. Un día se coló, vaya usted a saber porqué, le sorprendieron y matones de Valerio amenazaron con matarle a él y a su familia. Acudió a nosotros a cambió de protección…
– Y ustedes accedieron a cambio de que testificase. Que generosidad, madre mía… – dije, para hacerme notar, más que nada.
– El que algo quiere… – empezó a decir Chop.
– Fue entonces – continuó Chip – cuando metimos al señor Stalker en el programa de protección de testigos. Le dimos la identidad de Jackson Flynt y un empleo en un taller de aquí. Por eso no encontró usted datos suyos cuando buscó por las huellas dactilares.
– ¿Pero por qué le entierran aquí? ¿Por qué no en Texas? Ya no va a testificar contra nadie. A no ser que el F. B. I. crea en la ouija… – dije.
– Porque no sabemos si el que ha hecho esto es uno de los hombres de Valerio o el asesino que usted lleva un mes siguiendo con tanta… dedicación – me dijo Chip, siniestramente.
– De acuerdo… – añadí.
– Pues bien, el nuevo señor Flynt desapareció hace un mes, en extrañas circunstancias. Ni rastro. Peinamos el globo terráqueo usando desde satélites a agentes de campo, pasando por policías locales, y nada – dijo Chop.
– Y de repente aparece muerto en una habitación de esta ciudad. Y no tenemos ni idea de por qué – terminó Chop.
– Muy bien muchachos – dije yo -. Es un informe precioso, en serio. Lo que no sé es porque me cuentan todo esto.
– Porque si nos ayuda usted a atrapar al suplantador de Jackson Flynt, le ayudaremos a usted con su teoría del asesino en serie – ayuda de Chip, difícil de rechazar -. Asúmalo, nuestros casos están relacionados, nos necesitamos.
– Vale – respondí -. Juego. Pero no quiero que me toquen las pelotas, dejadme hacerlo a mi modo, que os recuerdo es el modo por el que encuentro a una persona en un día en lugar de en un mes.
– ¿Tenemos un trato, teniente? – preguntó Chip, ofreciéndome estrechar la mano.
– Tenemos, tenemos – contesté, estrechando la mano.

Salimos de la sala. Ellos se marcharon sin despedirse de mí, como haciendo que no me conocían. Yo intenté ir otra vez a mi despacho a recoger el papeleo, pero estaba que no me iban a dejar: era Richard Crockett, que vino corriendo desde el ascensor. Y me dijo:
– Señor, ha venido una persona…
– Me parece estupendo ¿Algo más de lo que me quieras informar? – le dije, en un tono dulce.
– Es que creo que debería escuchar lo que le ha pasado – jadeó.
Estaba claro que no iba a irme a casa, de modo que ya puestos le seguí hasta una sala de espera donde, haciendo honor al nombre de la sala, estaba esperando sentada una chica de unos veinticinco años, de pelo rubio y rizado, complexión normal, de 1’65 de estatura aproximadamente, vestía una blusa azul, pantalón vaquero, deportivas blancas y llena de hollín. En la sala, de paredes blanco hueso e iluminada por tubos fluorescentes, había una mesa cuadrada, ni muy grande ni muy pequeña, lo justo para guardar las distancias con la persona que está al otro lado en una conversación. Tomé mi asiento y me dispuse a… bueno, no sé, lo que quiera que tuviese que hacer allí, pero lo haría sentado. Crockett se quedó de pie detrás mía.
– ¿Quién es usted? – me preguntó ella. Mejor, por qué yo no sabría como empezar aquello.
– Soy el teniente Hamilton, Sean Hamilton, y usted es…
– Williams, Sarah Williams ¿Es usted quien está detrás del tío que ha hecho esto?
– Pues no lo sé. De hecho no tengo ni la más mínima idea de qué demonios la ha pasado. El imberbe este que tengo a mis espaldas ha venido echando humo a decirme que tenía que escucharla, así que, como no tengo nada mejor que hacer por hoy y ya he cenado, no se me ocurre ninguna excusa para no escucharla, de modo que… cuando quiera – la solté, con animo de hacer ver que o me contaba alguien de qué iba eso o me daba igual.
– Vale, de acuerdo – comenzó ella -… Verá yo trabajo en una tienda de fotos. Estaba haciendo el revelado de un carrete que dejó un cliente a última hora, cuando, de pronto, todo comenzó a arder.
– Paré un momento – la interrumpí -. Las cosas no arden “de pronto”. Pudo dejarse algo encendido, se calentó y…
– No, imposible, la parte de la tienda estaba cerrada ya al público, y apagué las luces, y en la parte de atrás estaba revelando, así que sólo tenía encendida la luz roja. No pudo ser por eso.
– De acuerdo, no fue por eso. Pero parece usted muy tranquila, quizás lo hizo usted para cobrar el seguro… – no tengo tacto, lo sé.
– ¡¡¡Pero qué dice!!! – me gritó, poniéndose en pie – ¡Casi me matan!
– ¿Qué paso antes de darse cuenta de que todo ardía, Sarah?
– Oí un golpe seco. Luego, cristales rotos, que más tarde vi que eran de la ventana. Y luego todo empezó a llenarse de humo, hasta que por fin vi el fuego. Yo… – se quedó absorta, mirando al vacío. Supongo que lo estaba reviviendo en su cabeza.
– Eso que oyó pudieron ser cócteles Molotov o algún otro tipo de artefacto incendiario, prenden al impactar, de ahí que escuchase golpes ¿Sabe de alguien que quiera verla muerta? – no me preguntéis por qué, pero empecé a interesarme por su caso.
– ¡Dios mío, no! ¡No, no! – se escandalizó ella.
– Pregúntale a quién vio antes de eso – saltó de golpe Crockett.
– Pues eso que ha dicho este – le dije a ella.
– Fue el último cliente del día, un tipo raro, con… – empecé a ver claro por qué me querían ahí.
– ¿Tenía una herida en una mano, una herida que sangraba? – pregunté.
– Sí… sí, ahora que lo dice, tenía una mano vendada. Pero no con una venda, sino como con un trapo, y tenía sangre. No le di importancia… ¿Cree qué tiene algo que ver?
– ¿Testificaría para cogerle? ¿Una declaración de lo que pasó con descripción de su último cliente incluida? – le dije.
– Pero… si simplemente era el último…
– ¿Lo haría? – insistí yo.
– Sólo si lleva usted el caso – dijo ella.
– Perfecto trato hecho – zanjé yo.
Me hubiese gustado poder seguir hablando de lo que fuese, pero en ese momento la megafonía del edificio emitió un pitido muy agudo que hizo que todos nos llevásemos las manos a los oídos. Después se oyó: “Teniente Hamilton, teniente Sean Hamilton, acuda al mostrador de la planta baja”. Como en las series de hospitales. Sólo porque creí recordar que la megafonía no se utilizaba desde hacía lo menos dos años, decidí acudir.

Al llegar a la planta baja y encontrar la centralita con la vista, vi a Chop apoyado en su mostrador. Y a la telefonista con un teléfono inalámbrico en la mano, descolgado, supuse que esperándome.
– ¿Qué pasa? – les dije a Chop y a la telefonista.
– Un aviso de agresión y allanamiento en el cementerio de Saint Paul, un tipo ha entrado, ha golpeado al enterrador que hace las veces de guarda. Ha llamado asustado…
– Acabo de estar ahí… – dije para mí, medio absorto por la noticia.
– … dice que el tío – continuó – que le ha agredido está exhumando una tumba…
– ¡Oh, no! ¡No me jodas que…! – no podía ser cierto.
– La descripción coincide, y la tumba es la de Jackson Flynt. Tiene que ser. Y tienes que ir, tenemos un trato.
– De acuerdo. Ya nos veremos, supongo – y me marché pitando hacia el cementerio, otra vez.

Eran algo así como las once y media de la noche. Del dos de noviembre, para ser exactos. Y creo que me voy a enfrentar a lo más importante, si no lo más raro, que he visto en todos mis años de servicio.

Bajé las escalerillas de la entrada a saltos, buscando las llaves frenéticamente en los bolsillos de mi abrigo. La lluvia había cesado, pero en su lugar se había levantado un viento fortísimo. Llegué a mi coche con las llaves en la mano, y justo antes de introducirlas en la cerradura de la puerta, oí:
– ¡Eh, oiga, usted, Handleton! – me giré y la reconocí: era Sarah, la mujer del incendio.
– Es Hamilton, me llamo Hamilton ¿Qué quiere? Ahora me pilla un poco ocupado.
– Tengo algo que decirle – me decía mientras se acercaba a mi coche.
– ¿No puede esperar a mañana?
– No. Verá… no les he contado todo en comisaría.
– Pues vuelva y cuéntelo todo. Adiós – dije sin mirarla mientras abría la puerta del coche.
– No. Sólo se lo contaré a usted – dijo.
– ¿Y por qué confía solamente en mí?
– Porque nadie confía en usted – Eso fue un puntazo, lo reconozco.
– ¿Sabrá comportarse?
– ¿Cómo dice?
– Es igual, suba al coche… y obedezca.

Montamos los dos en mi coche, la pedí que se pusiese el cinturón de seguridad y salimos disparados hacía el cementerio. No le pedí que se lo pusiese por respetar las normas de tráfico, es porque con las prisas que llevaba, a lo mejor conseguía llegar a match 2. Lo bueno era que a esas horas poca circulación iba a haber. Fácilmente pude batir todas las normas de conducir en el menos tiempo posible, Todo un récord Guiness en potencia. Ya más orientado hacia dónde me dirigía, le pregunté a mi acompañante:
– Bueno, ¿qué era eso tan importante que tenía que contarme?
– El hombre que vino antes del incendio, el último cliente… bueno, me dejó un carrete a revelar. El incendio ocurrió mientras lo estaba revelando.
– ¿Y cree que tiene algo que ver con lo de su tienda?
– No lo sé – respondió -, pero lo que revelé no es… no sé… normal.
– Defina “normal” – dije.
– Las tengo aquí – y se sacó un sobre pequeño de debajo de la blusa.
– ¿Ha escondido pruebas cuando casi la matan?
– No estoy segura de que sean pruebas, pero no es normal.
– ¿Y por qué no es normal?
– Porque es imposible que alguien haya podido fotografiar esto.
– Bueno, no sé, hoy en día con el photoshop e imaginación se hace de todo. Recuerdo una vez que fui a Las Vegas que…
– No, no – me interrumpió ella -, eran de un carrete de película, no era nada digital. No han podido manipularlas aún.
Hubo un silencio tras eso, no supe que decir. No fue un gran silencio, pero fue silencio al fin y al cabo, que solo era jorobado por el ruido del motor, cada vez más acelerado por llegar a mi destino. Entonces se me ocurrió algo que decir:
– Si veo esas fotos, quizás después tenga que llevarlas a comisaría, etiquetarlas como prueba A, B y sucesivos… Y no llevo yo su caso, no sé, lo mismo el agente que lo acabe llevando se lo toma a mal, que…
– O lleva usted mi caso o me iré – sentenció.
– Mire, a mí me da igual, si el que casi la maten y que destruyan su negocio, vale, pero sigo sin comprender esa cabezonería por que yo…
– Porque a usted fue al que llamaron cuando describí al hombre que me dio estas fotos. Usted le busca. Y cuando le encuentre quiero saber qué demonios es esto.
Entonces abrió el sobre y sacó las fotografías. Y efectivamente aquello no era normal. Creo que yo sí que sabría describirlas, pero tardaría cian páginas más. Prefiero que las veáis, n o sea que me toméis por loco. Eran, en el orden en que ella las reveló y en el orden en que yo las vi, algo así:

 

foto1

foto1

 

 

foto 2

foto 2

 

 

foto 3

foto 3

 

 

foto 4

foto 4

 

Llegamos a la puerta del cementerio y detuve el coche, no podía creer lo que estaba viendo. Estuve un par de minutos observándolas.

– ¿Bueno, qué, me cree ahora? – me dijo.
– Dios, ya lo creo.
– ¿Y bien?
– Pues ahora yo tengo que entrar ahí – la expliqué señalado el cementerio -, de modo que usted va a quedarse aquí muy quieta hasta que vuelva, ¿de acuerdo?
– ¿Y a quién busca?
– Al mismo que usted.

La dejé allí dentro, subí las ventanillas, bajé del coche, subí la capota, cerré por fuera encerrándola – porque soy así de cabrón – y, revólver en mano, me adentré en el cementerio. La puerta chirrió como si gritase de dolor. Y el viento, que soplaba eléctrico, le hacía los coros. Puertas que chirrían, cementerios, viento ensordecedor… Muy de Stephen King.
Busqué la caseta del enterrador. Me movía despacio, llevando el arma muy firme, apuntando a toda posible amenaza. Y recordando lo que aprendí en la academia, no suelo sacar el arma. La puerta de la caseta – porque la encontré enseguida – estaba cerrada a cal y canto. Me asome a una de las ventanas y vi dentro al enterrador. Le asentí con la cabeza, como que yo estaba allí por lo-que-él-sabía, y me echo algo parecido, pero de refilón a una sonrisa. Continué avanzando. No hacía falta que nadie me dijese cuál era la tumba que estaba exhumando. Yo ya lo sabía…
Al terminar de subir la colina vislumbré una silueta. Cavaba. Era él. ÉL. El muerto de la 304, el tipo de la grabación de seguridad, al que buscaban los federales, al que perseguí por toda la ciudad, al que acudí a su entierro, Jackson Flynt, Conrad Stalker… Estaba exhumando su propio cadáver… Le encañoné.
– ¡¡¡NO SE MUEVA!!! – le ordené, como si me fuese la vida en ello.
– ¡¡¡No… no… no puedo!!! ¡¡¡Tengo que saberlo!!!

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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El hombre Deja-vu. Capítulo 09: … y las cenizas, a las cenizas

Paré un taxi casi con el cuerpo, colocándome en mitad de la carretera. Entré de un salto y le escupí la dirección al conductor:

  • ¡Al cementerio de Saint Paul, y echando leches! – no he mentido hace una página, eso es justo lo que le ordené al taxista. Y ya de paso le enseñé la placa, que ya hacía dos horas que no la mostraba y no quería perder la costumbre.
  • ¡Wow, tío! ¡Es una persecución como esas que salen en “Cops” o algo así, ¿verdad?! ¡Qué pasada! ¿Y dígame, quién es? ¿Un capo mafioso? ¿Un atracador? Diga, diga, a quién hay que seguir…

Terrible. Era el clásico taxista con incontinencia verbal, desatada por la visión de una placa de policía. Debía de ser hispano, de Miami o de por ahí. Le describiría con gusto, pero en ese momento sólo pude verle la nuca. Si os vale con eso, entonces os diré que tenía un cuello, una cabeza con pelo sobre ella, de color negro. El pelo, no la cabeza. En el equipo de música del coche sonaba una canción que sólo puedo describir como “muy adecuada” para el taxista. No sabía cuál era, pero el cantante no paraba de decir “Pennies in my pocket”, así que supuse que ese era el título. Intenté explicarle a trompicones – porque no me dejaba acabar frases – que no había que seguir a nadie, que simplemente tenía que ir al cementerio a un asunto policial, y que me urgía bastante prisa. Y la placa, bueno… A veces funciona si quieres que la carrera te salga gratis.

  • No, no, no – le dije -, limítese a ir al Saint Paul, por favor. Y rápido, es un asunto policial.
  • ¿Qué clase de asunto, amigo? – tuvo la desfachatez de preguntarme.
  • Primero: yo no soy su amigo. Segundo: no puede saberlo. Limítese a conducir.
  • De acuerdo, amigo – dijo. No se enteraba.

Tras un rato callados, me puse a mirar el taxi por dentro. Las cabinas de los taxis son una especie de micro-mundos, a cada cual más hortera. En la licencia – lo primero que has de mirar cuando cotillees un taxi – ponía que se llamaba Antonio Arnaldo Montana. Pomposo. En el salpicadero había lo que a simple vista uno podía confundir bien con un bazar, bien con un puesto de mercadillo: colgando del retrovisor, dos crucifijos, un rosario y un ambientador con forma de Snoopy, aunque hubiese jurado que hacía tiempo que ya no ambientaba nada de nada. Milagroso que el retrovisor aún se sostuviese. Delante del asiento del co-piloto, junto al taxímetro, el clásico perrito de muelle cuya cabeza se menea con cada cambio de marcha; frente a la rejilla de la calefacción, sobre los mandos de la radio, un portafotos imantado con el mítico “Papá, no corras”, pero sin ninguna foto, de lo que deduje que o no tenía hijos, o sus hijos le querían poco, o sus hijos sí le querían pero eran feísimos. Era triste en cualquiera de esos casos. En la palanca de cambios, una calavera plateada. Tras ella, las cajas de dos cd’s: La Lambada y El Cascanueces. Gracias a Dios no sonaba ninguno de ellos.

Esta descripción podría seguir hasta el infinito – o casi -, pero no recuerdo ninguna más de las baratijas que tenía ante mí porque Antonio Arnaldo Montana tuvo que volver a abrir la bocaza y seguir hablando:

  • Es su compañero, ¿no?
  • ¿Qué? – pregunté sin tener ni idea de a qué se refería.
  • Al que entierran, es su compañero, ¿verdad? Por eso está usted así, callado. No puede ser un amigo o u familiar porque me ha dicho antes que se trata de un asunto policial, de modo, que…
  • ¿Siempre se pasa usted tanto de listo? – le interrumpí.
  • ¿No he acertado?
  • No – dije secamente.
  • ¿Entonces? – me replicó él.
  • ¿Entonces qué? – le repliqué yo.
  • ¿Entonces, si no va al entierro de su compañero, a qué va? – insistió, mientras nos metía en el atasco de las ocho y media, cosa que me disgustaba porque me retrasaría al entierro y porque me dejaba más rato atrapado en aquel taxi.
  • No le importa – contesté.
  • Pues no me lo creo – saltó de golpe.
  • ¿No se cree que no le importa mi vida?
  • No, no, eso no, me refiero a que no me creo que no haya acertado. Porque yo tengo un don, ¿sabe? Igual que los curanderos tienen un don en sus manos.
  • ¿Ah sí? ¿Y dónde lo tiene usted, en el culo? – le dije, intentando que odiase hablar conmigo, cosa que no conseguí. Y encima no dejaba de sonreír.
  • No, joder, en el culo no, sino en los ojos. Yo veo a un cliente de mi taxi y deduzco lo que le pasa, su vida… esas cosas. Y un montón de gente que ha estado sentada, donde está usted ahora, ha flipado con las cosas que he averiguado de ellas, ¿sabe?…
  • No me importa – dije.
  • porque mi madre… – siguió.
  • ¡Qué no me importa, coño! – grité
  • era medio santona allá en Cuba – continuó, para mi desesperación -, pero mi padre no; mi padre, Dios lo tenga en su seno, era corredor de bolsa, así que yo nací medio santero y tengo 50% de poderes santeros – concluyó.
  • Pues yo habría apostado a que tú mamá y tu papá Dios-lo-tenga-en-su-seno eran dos tocapelotas, porque tú eres 100% tocapelotas, chaval – dije. Muy borde, lo sé, gracias.
  • ¡No se pase, hombre! – dijo él, en lo que el coche echó a andar para salir del embotellamiento.
  • ¿De modo que le gusta jugar a adivinar cosas de los demás, no? – le pregunté.
  • No es un juego, es algo muy serio, la adivinación…
  • ¡Joder!, ¿no es capaz de contestar con monosílabos? ¿Conoce los monosílabos? ¿Le gusta jugar a eso, sí o no?
  • Síiii – contestó, haciéndose el molesto.
  • Vale, pues ahora jugaré yo.
  • ¡Estupendo! A ver… Usted nació… cerca de…
  • No, no, no, yo adivino cosas de usted, ¿de acuerdo?
  • Mmmmmm… de acuerdo, dispare.
  • Ya me gustaría… En fin… Por su acento, usted ha debido de llegar a la ciudad hará como un mes, dos meses a lo sumo, con lo puesto. No consiguió empleo por las buenas, así que consiguió este taxi de segunda mano…
  • ¿Cómo sabe que es de segunda mano?
  • Por el portafotos sin fotos que no consiguió arrancar del salpicadero. Toda la demás decoración es tan horrible como usted: la calavera de plata, el perrito, la lambada… todo, salvo ese portafotos y el ambientador de Snoopy, deduzco que también era del anterior dueño de esta cafetera rodante. Usted lo ha rodeado de crucifijos para dar más credibilidad a todo eso de la santería y la adivinación, qué casi seguro que es una mierda que se ha inventado para soltársela a la clientela y que le den propina. Y luego está lo del taxímetro, – empezaron a saltársele las lágrimas – que me está cobrando con las tasas de hace un año, que debió de ser cuando el anterior dueño dejó de ejercer y puso el taxi en venta. Eso le convierte a usted en un timador, por lo motivos que sean, pero timador, y usted lo sabe, lo que ha hecho que, al ver mi placa, se le pusiese el culo prieto y se haya puesto a rajar por los codos. No voy a preguntar de dónde cojones ha sacado esa licencia de taxista falsa, he tenido un día rematadamente malo como para detener a un robaperas charlatán como usted, pero por favor, por favor, deje de dar el coñazo a la gente. Por favor.

Llegamos al cementerio. La cara de Antonio Arnaldo Montana era ahora tan blanca que parecía suizo. Ahora que la veía, no era gran cosa, así que no la describiré. Había un coche fúnebre aparcado en la entrada, con otros coches no-fúnebres. Quizás llegaba a tiempo…

  • Son doce con ochenta, pero no tiene porque pagar si no…
  • Toma – y le di un billete de veinte. Si esperáis que diga la parida esa de “Quédese con la vuelta”, esperad sentados. Me dio mis vueltas y me bajé del vehículo.

La entrada al cementerio consistía en un enorme portón mitad metálico mitad de madera, con dos llamadores metálicos también. Es irónico en mi opinión poner llamadores en las puertas de los cementerios, como si te fuese a abrir algún “residente”. Cercándolo, un largo muro de piedra gris, como cualquier otro cementerio. Tras cruzar el portón, un serpenteante camino de pedregal ascendía por una colina que conducía hasta las lápidas. Era bonito, para ser un sitio lleno de muertos.

No dejaba de llover, y el viento soplaba ligeramente. O dicho más brevemente, hacía mal tiempo. Y no tenía paraguas.

Subí la colina entorno a la cual estaba edificado el cementerio con pasitos cortos y bastante cansado por mi parte. Tras identificarme, pregunté al enterrador – que es un señor normal, por más que el cine se empeñe en hacerlos siniestros o con sombreros de copa – que si aún se estaba celebrando algún entierro.

  • Queda uno, sí, lo están enterrando a uno que nos han traído esta mañana. Intentamos que fuese mañana, por lo de este tiempo tan malo que ha venido de golpe, y que hay que maquillar al difunto, cosa que a veces es todo en arte, pero ya se sabe, ayer fue uno de noviembre y la gente quiere enterrarlos por estas fechas, para que coincida – me explicó.
  • ¿Coincida con qué? – pregunté.
  • Pues con que va a ser, con el día de Todos los Santos.
  • ¿Sabe dónde lo están enterrando?
  • En los nichos que hay tras aquella arboleda, todo recto, si corre aún lo verá comenzar.

Intenté algo parecido a “correr” para llegar antes de que lo enterrasen y poder verle la cara por última vez, y así demostrarme a mí mismo que había dos personas iguales, aunque fuesen gemelos. De golpe apareció a lo lejos la silueta de lo que se intuía como una carpa. Medio segundo después, pude comprobar, mientras seguía trotando, que no sólo estaba en lo cierto, si no que además había gente sentada debajo, en torno a un féretro. Seguí corriendo…

Paré en seco unos metros antes de toparme de bruces con el entierro. Aparecí caminando, pero jadeante, y todo el mundo se giró a mirarme con gesto de “¿Y tú quién coño eres?”. Incluso el cura dejó de hablar un instante para mirarme a la cara. Tras esta interrupción por mi parte, siguieron. El atardecer, la lluvia y el viento lo hacían todo muy típico, aunque bonito. Me senté por allí, con cara de pena, como si fuese su “muy más mejor” amigo del trabajo o del colegio o algo por el estilo. La primera persona en la que te fijabas era en una mujer de unos setenta años que lloraba desconsolada mares y mares. Supuse que era la madre. No hubo una figura que pudiese identificar como paterna. A su derecha sentados, tres tipos de unos treinta años, una mujer de unos veinticinco, dos señoras y tres hombres que rondarían todos los sesenta años. Tras ellos, estaba – a parte de mí – gente que rondaba la treintena. Pero mi fila era la de “gente-que-viene-para-no-sentirse-mal-con-ellos-mismos”, de modo que decidí que me concentraría en la fila delantera.

Escuché todo el sermón del cura, los discursos de los amigos y familiares y otra oración más del cura, hasta que por fin llegamos a unos de los momentos que yo más estaba esperando: dar el último adiós al finado. Poder volver a verlos de cerca. Uno a uno, nos fuimos levantando y poniendo en fila india e íbamos acercándonos gradualmente al féretro. Intenté no parecer el único ansioso de llegar de toda la fila, ya que ver a alguien con cara de alegría en una fila así debe de ser algo que llama la atención.

Cuando por fin llegó mi turno, lo primero que hice fue mirarle fijamente a los ojos. Los tenía cerrados, obviamente, pero tenía que mirarle a los ojos. Era su cara, la del hombre al que había estado persiguiendo unas tres horas antes. Tenía que ser él. Sí, vale, estaba maquillado para el entierro y lucía bastante mejor que cuando lo encontramos en la 304, pero era idéntico al que aparecía en la grabación de vigilancia de la cafetería y al que me disparó y escapó en moto. Dejé paso a los que estaban detrás de mí y me salí de la fila. Al rato, el ataúd lo trasladaron a un hoyo recién cavado, cuya lápida acababa de ser puesta, y se le dio sepultura. No logré ver la inscripción.

La señora de unos setenta años que lloraba desconsolada seguía llorando desconsolada, pero ahora estaba flanqueada por los tres tipos de treinta años, quienes supuse que si esa era la madre, esos serían los hermanos. Dejé pasar un tiempo, para no levantar sospechas, y me alejé de la carpa un poco, a esperar. Eran ya poco más de las nueve de la noche, y algunos comenzaron a marcharse. Me dirigí a uno de los que parecían menos afectados, uno de los que estaba detrás sentado conmigo, en la segunda fila. Y ahí acabé mi actuación como falso amigo / familiar y actué:

  • Perdone… – comencé.
  • ¿Sí? – dijo él, dándose la vuelta.
  • ¿Conocía usted al difunto? – pregunté, claro que le conocía, pero de alguna manera tenía que comenzar.
  • Sí, era compañero de trabajo, se llamaba Jackson Flynt ¿Por qué lo pregunta?
  • Soy agente de policía – le enseñé la placa -, y como sabrá, Jackson fue hallado muerto ayer en extrañas circunstancias.
  • Lo leímos ayer en el periódico, no queríamos creerlo, pero estaba muerto. La familia ha aparecido anoche, vinieron desde Texas y pidieron que lo enterrasen lo antes posible.
  • ¿Por qué?
  • No lo sé, pregúntele a ella. Después de lo de la desaparición, debe de estar echa polvo…
  • ¿Qué desaparición? – pregunté.
  • La de Jackson, desapareció hace un mes, y ahora aparece muerto – contestó, dándome nuevos y cojonudos datos.
  • ¿Dónde trabajaban ustedes? – le pregunté.
  • En un taller mecánico, “Engine’s McMahon”, en Clivance, esquina con la calle Leafton. Es un taller de reparaciones y recambios – contestó.
  • ¿Hay alguien allí ahora?
  • No, hemos cerrado por defunción durante todo el día de hoy y de mañana. Quizás mañana vaya Sam, el jefe a primera hora, para supervisar materiales, pero nada más.
  • ¿A qué hora podría ver a su jefe?
  • Se pasará sobre las nueve, como todas las mañanas, pero no es seguro que vaya.
  • Gracias por su tiempo, y lo siento – dije.
  • Si hubiese algo más en lo que pudiésemos ayudar, agente, no lo dude, los chicos y yo estamos dispuestos.
  • Gracias otra vez –terminé; pero cuando estaba a punto de marcharme, al más puro estilo Colombo, me giré y exclamé: – ¡Ah, sí, se me olvidaba, una cosa más!
  • ¿El qué? – dijo él.
  • ¿Jackson tenía alguna especialidad en el taller?
  • Sí las motocicletas, sobre todo las deportivas, era el mejor con ellas, ¿por qué?
  • Por nada, curiosidad. Gracias de nuevo.

Bien Hamilton, esta era fácil. Ahora me tocaba entrevistar a la supuesta madre, y eso, en el estado en el que estaba, iba a ser complicado. Muy complicado.

Me acerqué muy despacio al grupo, intentando que no se percatasen de mi presencia hasta que estuviese encima de ellos. Fue inútil. Según iba avanzando, las cuatro miradas iban levantándose hacia mi, hermano a hermano, hasta terminar por la madre. Y no lo negaré, mirada a mirada me iban intimidando un poquito más. Cuando terminé de acercarme – cosa que con aquel panorama se me hizo eterno -, puse la mayor cara de pena que pude, o que sabía poner, y le dije a la presunta madre de la víctima:

  • Mi más sentido pésame.
  • Gracias – contestó uno de los supuestos hermanos. Yo seguí hablándole a la supuesta madre.
  • Perdone, pero ¿es usted la madre de Jackson?- le pregunté, para ver cómo se supuesta era.
  • Jack… Jackson no es su nombre – respondió entre sollozos.
  • Mamá, por favor, no puedes… – le dijo a ella uno de los hermanos.
  • ¿Qué quiere? – me dijo otro de los hermanos interrumpiendo al anterior.
  • Soy agente de policía y estaba investigando la muerte de su hijo.
  • Mi hijo… – repitió ella mirando al vacío.
  • ¿Podemos ver su placa? – dijo otro de ellos.
  • Sí, por supuesto – la mostré -. Señora Flynt…
  • Stalker. Señora Stalker – me cortó ella.
  • Mamá, por favor – dijo uno de los hijos.
  • ¿Perdón? – dije yo muy, pero que muy perdido.
  • Mire, no podemos ayudarle – me contestó otro hijo -, nuestro hermano dejó de ser él hace tiempo y no podemos hablar de su vida en Texas, los Federales no nos dejarían responderle.
  • ¿Los Federales? ¿De qué demonios va todo esto, en qué estaba metido su hermano?
  • Oiga – me dijo el tercer hermano, que aún no había abierto el pico y que parecía el más malaleche de todos -, le están diciendo de buenas maneras que no podemos hablar, y usted sigue tocándonos los cojones con su rollo policial. No sabemos en qué coño estaba metido mi hermano, porque esos hijos de puta del Gobierno nos lo arrebataron y no os dijeron nada, salvo cuando desapareció el mes pasado y cuando lo han encontrado muerto, así que déjenos en paz.
  • Solo una última pregunta – dije, jugándomela.
  • Dios Santo… ¿qué?
  • Su hijo – dije dirigiéndome de golpe a la madre -, ¿tiene algún hermano gemelo?
  • ¿Cómo que…? – sollozó, mirándome a los ojos con cara de no entender porque le preguntaba aquello.
  • ¿Qué si su hijo tiene algún hermano gemelo? – repregunté.
  • No – sentenció ella, muy firme, cargándose así una teoría muy firme también.
  • Gracias por su tiempo, y lamento su pérdida – dije, intentando consolar. Debí de lograrlo, porque la mujer se me desplomó sobre el hombro.
  • ¡Gracias, gracias! – no paraba de decirme.

Cuando conseguí librarme de la madre de Jackson Flynt – o cómo leches se llamara -, intenté buscar entre las mujeres de por allí alguna que hubiese estado relacionada con él, pero eso fue una tarea que me hizo tirar veinte minutos a la basura.

Rondaban ya las diez de la noche, y debía volver a comisaría a recoger mis cosas antes de largarme a casa. Hora de cerrar. Ya estaba bien por ese día. Al día siguiente iría al taller, a hacer un par de preguntitas. No por nada en especial, es que soy muy curioso, ya me conocéis.

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El hombre Deja-vu. Capítulo 08: De charla

Y al ritmo de una versión de “All of me” sonando en el tocata, se puso a llover. Llevaba nublado unas tres horas, incluso antes de lanzarme a jugar al Sacalestrix con mi no-muerto amigo. Pero era una de esas lluvias que resultan muy agradables de ver si estás bajo techo. Si no lo estás pues ya dejan de ser tan agradables. El sonido del agua en el cristal de la ventana me relajaba tras el carrerón que acababa de pegarme. Y si no relajaba me daba lo mismo, porque tenía que esperar los resultados del laboratorio.

El estómago me rugía como si me hubiese tragado un tigre de Bengala cabreado, y en mi cabeza no paraba de rondarme la idea, por momentos obsesiva, de que tenía que atrapar a mi sospechoso número uno, idea que ya se repetía mucho antes, pero ahora acrecentada por una sensación de haber estado muy cerca de lograrlo y no haberlo logrado. Como llevar acertados todos los números de la lotería y que justo el último no sea el tuyo. Como si me hubiesen quitado mi premio.

Y en mitad de esa tonta y larga espera, sonó el teléfono. Como estaba esperando a que me llamasen por lo de las huellas, fui tan tonto que contesté. Pero no eran los de las huellas. Ni siquiera era Jeff haciendo el que llamaba a su madre – o algo así – para decirme los resultados de las huellas. Era Appleton. Y decía así:

– ¡¿A dónde has ido?! – me gruñó, sin darme tiempo siquiera a decir “¿Diga?”.

– ¿Cómo? – le respondí in tentando que pareciese que no sabía de lo que me hablaba.

– ¡No te hagas el imbécil conmigo, Sean, antes te he llamado y no me lo has cogido!

– Me habrás pillado en el baño, jefe – contesté.

– ¡¡¡¿UNA HORA?!!! – ahora sí que estaba enfadado.

– Sí – clásico mío, la huida hacia delante.

Al otro lado del teléfono se escuchó un golpe como si se hubiese desplomado el techo sobre la cabeza de Appleton. Pero no era el techo. Supuse que me colgó dándole un golpe muy grande al auricular.

Os voy a dar un consejo si queréis vacilar al jefe sin que os despidan: sed buenos en vuestro trabajo. Pero no simplemente buenos, o buenos en comparación con el resto, sino jodidamente buenos. Que no puedan rechistaros. Ser el único poli decente de ese departamento, sin tachaduras en mi hoja de servicios y que resolvía casos de manera eficiente, era algo que quedaba muy bien en ruedas prensa o hablando con otros altos cargos de la policía. A mí todo eso me daba igual, no buscaba fama en lo que hacía. Por ser tan estupendo en mi trabajo Appleton volvió a llamarme a los veinte segundos, y en un tono totalmente distinto, me ordenó que recogiese informes de nosequé en nosedónde y que se los llevase. Me gustaría muchísimo poder deciros qué era “nosequé” y dónde estaba “nosedónde”, pero mi cabeza estaba tan llena de lo que ocurría ese día, que no tenía espacio en ella para papeleos. Salí del despacho intentando llegar a nosedónde, dando vueltas y vueltas por la primera planta y la planta baja.

Pues de cualquier modo ahora tocaba dejar de ser tan bueno en el trabajo y desobedecer una buena pila de órdenes de mi jefe. El Sueño Americano, vaya. Necesitaba ir al laboratorio YA, pero me jugaba mi puesto, mi placa y volver a ser policía en cualquier otro departamento. Es mucho lo que arriesgaba. Pero si resolvía esto podía retirarme tranquilo. Una salida a lo grande. Y francamente, había llovido mucho desde que aquel chaval recién salido de la academia de policía vomitó con aquellos tenedores de postre. ¿Cuánto tiempo puede aguantar un tipo corriente como yo tratando con una clase de trabajo como ese? Sí, era poli, lo único que sabía hacer en esta puñetera vida, pero hasta la vocación tiene un límite; o eso pensé. Y mi retiro no iba a ser de ninguna manera archivando dossieres de casos ya cerrados o remitiendo multas de aparcamiento. Había salvado muchas vidas y enjaulado a muchos cabronazos; y esta lucha no iba a acabar jamás; yo ya había hecho mi parte en ella. O por lo menos lo había hecho casi todo, me faltaba una última cosa que hacer. Decidido. Resolvería este caso y se acabó.

Me dirigí derecho y sin dudas al laboratorio, quería mis resultados. Todo el mundo me miraba y sólo algunos murmuraban cuando pasaba por sus lados. Porque una comisaría de policía es como un pueblo pequeño, y todo se sabía enseguida, y obviamente sabían mi degradación. Que les jodan. No había tenido una convicción así en mi vida. “¿Y tú qué coño miras?”, creo que dije a varios que cuchicheaban a mi paso.

Abrí la puerta del laboratorio de golpe. No es una forma de hablar, lo digo literalmente, la abría de un golpe; le di un a patada.

  • ¿Quién es el inútil que lleva tres horas para analizar mis pruebas?
  • Señor, hacemos lo que podemos con… – contestó un niñato. Es lo que tienen los novatos, que creen que siempre les va a caer la culpa cuando alguien cruza una puerta mosqueado, y se justifican a todas horas.
  • Lo que puedes hacer se ve que no es suficiente, chaval – le repliqué.
  • ¿Y qué demonios es lo que nos han traído a analizar de tú parte, Sean? – me contestó uno de los técnicos que aun no había reconocido.
  • Huellas dactilares, cinco, en barra de metal – le dije sin mirarle siquiera a la cara.
  • Sígueme – me dijo. Entonces le miré a la cara y le reconocí. Se llamaba Billy Colton, y aunque era joven, llevaba como unos diez años en el laboratorio. No iba a hacerme su amigo, pero me fiaría de lo que me dijese. Le seguí hasta el cuarto de al lado, que dicho sea de paso era como si no fuese el cuarto de al lado, ya que las paredes del laboratorio eran de cristal. O metacrilato, o una mierda de polímero moderno de esos. Me senté en un taburete de laboratorio (obviamente, de qué iba a ser si no) y le escuché.
  • Nada – me dijo.
  • ¿Qué? ¿No tienes nada y lleváis horas para analizarlas? ¿Me tomas por gilipollas? Algo habrás encontrado, ¿no? – dije yo.
  • Hay restos de pólvora, de sangre, de arena y del óxido, supongo que de la barra de metal esa de la que dices que sacaste las huellas, y no pertenecen, claro está, al tipo al que le hiciste la autopsia ayer, son de otro.
  • Pues para no haber encontrado nada está de puta madre – dije.
  • Pero supongo que lo que quieres es saber de quién son, y de eso no tengo nada de nada de nada. Como no lo encontré, me puse a hacerle todas las demás pruebas.
  • ¿Y esa muestra de generosidad? – le pregunté.
  • Porque creí que era para Jeff. Si llego a saber que era para ti, lo hace el Arzobispo de Constantinopla, porque yo no, estás muy hundido en la mierda con eso que se rumorea de que los federales te buscan porque les has mentido. Y como alguien se entere de que te he ayudado, me encargo yo mismo, en persona, de entregarles tu culo en bandeja de plata a los de l F. B. I., ¿ha quedado claro? – me dijo.
  • Muy claro. Ahora me toca hablar a mí: lo primero, te felicito, te doy mi más sincera enhorabuena, me parece increíble que un tío tan gilipollas consiga terminar una carrera universitaria, de verdad ¿Dan créditos o becas o algo así por ser gilipollas?
  • Oye Hamilton, tío… – intentó interrumpirme.
  • ¡No he terminado! – le corté -. Segundo, si se te ocurre ir a los federales diciéndoles que me has ayudado porque yo te he engañado, lo único que van a pensar, aunque sean igual de gilipollas que tú, es que me has ayudado, y eso te convertiría en cómplice. Así que ahora vas a ayudarme te guste o no – saqué el pañuelo con sangre de la valla – con esto, ¿guay?
  • Eres un maldito hijo de…
  • ¡¡¡¿GUAY?!!! – le grité; él asintió con la cabeza sin mirarme a la cara.

Hubo una larga pausa.

  • Pues cojonudo, Billy. Avísame cuando sepas algo – concluí, me levanté y me fui de allí.

Cruzando la puerta, me topé con Jeff. Cuando salimos de nuestro asombro por encontrarnos de golpe, él me dijo:

  • ¿Qué haces aquí?
  • He venido a por los resultados de lo de las huellas – le contesté.
  • Pero… YO venía a por tus resultados de las huellas.
  • Sí, eso he supuesto en cuanto te he visto la cara.
  • ¿Y por qué estás aquí, no era peligrosísimo que te pillasen rondando el laboratorio y…?
  • Ya no – le corté -. Tengo que acabar con esto.
  • ¿Con qué?
  • El caso. Por otro lado, me muero de hambre ¿Te vienes a comer algo? – le pregunté.
  • No son horas de comer nada, muy tarde para comer y muy pronto para cenar… – hizo una pausa – pero vale, yo ya he acabado mi turno.

Diez minutos más tarde estábamos en un lujoso restaurante francés. Chez Monique, o algo así. Lo de “lujoso” me daba igual, porque Jeff insistió en invitarme. No sentamos en una mesa junto a una ventana, por la que podía ver como seguía lloviendo. Al otro lado de la susodicha ventana, una plaza, o sea que nada de coches ni de ruido ni de estrés añadido al que ya teníamos, solamente gente con paraguas. Y cuando llueve tampoco es que pasee mucha gente. Lo que sí se veía era la estatua de un tal ‘General Algo’ – no podía ver la placa con el nombre desde mi asiento – y al fondo el edificio de Correos.

El local era lo más agradable que podía ser. Las paredes eran verdes de la mitad para arriba y de madera de roble de la mitad para abajo. Metros y metros de parquet, juraría que de roble también, por el suelo. Las mesas, con manteles de hilo, estaban iluminadas por un par de velas cada una. En el hilo musical sonaba (…), y absolutamente todos los camareros iban de pingüino, con smoking y esas cosas. Y tenían acento francés. Absolutamente todos. Me costaba creer que todos fuesen franceses. Los cocineros vale, pero los camareros… Tenía la teoría de que en los contratos basura de esos camareros había una cláusula que les obligaba a hablar imitando el acento francés; demasiado para alguien que cobra tres dólares la hora. En fin, que me dieron pena…

Uno de los “falsos franceses” nos trajo la carta a los dos.

  • Yo tomaré unos ahumados para empezar – dije -, y… ¿tú?
  • Yo tomaré la sopa de cebolla, un paté suave para acompañar y… un cordón blue – pidió Jeff.
  • Yo también tomaré cordón blue – añadí.
  • ¿Y paga bebeg? – preguntó el camarero.
  • Un St. Emilion, de la añada que usted crea – ordenó Jeff.

También pedimos un vino (…); ya puestos íbamos a cenar, por pronto que fuese. Mientras esperábamos a que nos trajesen la comida, hablamos:

  • ¿Qué es lo que te propones, Sean? – me dijo.
  • ¿A qué te refieres? – le dije.
  • A tú paranoia.
  • ¿Qué? ¿De qué paranoia hablas?
  • De la que te está llevando a mearte y cagarte en todo el reglamento policial. Tienes a todo el mundo odiándote. Ya sé que todo el mundo te odia siempre, me refiero a que ahora te odian más de lo normal.
  • Quiero justicia Jeff, ni más ni menos.
  • Sí, y yo quiero un pony… ¡Vamos, tío, reacciona! Se te está yendo la cabeza con esto.
  • ¿Por qué? – le pregunté.
  • Insinúas que un tío que estaba muerto se ha levantado veinticuatro horas después de morir y se ha puesto a amenazar abuelas en un restaurante. ESO es una ida de olla en toda regla. Mira te contaré un caso que conozco de…
  • ¡Qué bien, la hora del cuento! – dije irónico.
  • No, no, en serio, escucha. Hace unos años, dos o tres, no te sabría decir con exactitud… pues había un vecino del bloque de mi cuñado, Jimbo, ¿sabes Jimbo? – asentí, preparándome cada vez más para una anécdota de la que no podía escapar -. Bien, pues dos pisos más abajo de donde vivía Jimbo había un tío que aseguraba que había visto al mismísimo Elvis Aaron Presley viviendo en un bloque de pisos de tres calles más abajo. El resto de los vecinos, vete a saber por qué, intentaron convencerle de que aquel señor no era Elvis, básicamente porque Elvis llevaba la tira de años muerto, odos lo hemos visto, y porque ese tío se parecería un poquito a Elvis si Elvis no hubiese envejecido desde 1968. Total, que ese tío no les escuchó, y se puso a seguir al supuesto “Rey del Rock”, ¿entiendes? Le empezó a acosar. Le seguía por las mañanas mientras se montaba en el coche a trabajar, le esperaba a la salida de su trabajo, le seguía cuando se iba de vacaciones… Se obsesionó y se volvió loco. Al final, el falso Elvis le pilló y le denunció por acoso. Creo que ahora mismo sigue cumpliendo condena. Y si tú no te paras a pensar vas a acabar igual.
  • Hay una diferencia entre el jodido vecino de Jimbo y yo, y es que yo tengo pruebas, lo sabes, los federales también lo saben y por eso van detrás mía.
  • Los federales deben ir detrás por todo ese rollo de la pistola que no deja estriación. Mr. C. I. A. estaba al corriente. Es un asesino muy grande para la poli, reconócelo, nos viene grande. Bueno, quizás a ti no, pero al departamento sí. Déjalo en manos de los chicos del Tío Sam y va a otra cosa. No puedes soluc…
  • Le he estado persiguiendo esta tarde, Jeff – le interrumpí.
  • ¿QUÉ? – preguntó, con los ojos como platos.
  • El tío al que le hicimos una autopsia ayer por la mañana. Le he visto esta tarde. He intentado pillarle, pero se me ha escapado.
  • Pero precisamente por eso, me lo estás diciendo, le hicimos la autopsia ayer, le hemos visto muerto, ese presentimiento tuyo es erróneo. Tiene que serlo. Perdona que te diga esto, pero…

El maravilloso discurso de Jeff se vio interrumpido por un camarero que nos trajo a catar el vino. Eso es algo que no entiendo de los restaurantes caros. Ni que el poder pagar cien pavos por una cena lleve implícito ser sumiller. Hice lo que esperaban: me sirvió un dedo de vino, lo miré al trasluz, lo olisqueé, probé un poco, lo paladeé y concluí sin la más mínima duda: era vino. Joder, desde luego que lo era. No pediríamos la hoja de reclamaciones por intentar darnos gato por liebre con el vino. Le dijimos que podía dejar la botella, la dejó y se retiró. Continuamos:

  • Por dónde iba… ¡ah, sí! Lo de que te equivocas. Pues eso, que te equivocas.
  • Vale me equivoco, podría ser, pero lo que no puedo hacer es mirar para otro lado. Aquí pasa algo, quiero respuesta s a este montón de sucesos de “En los límites de la realidad”, y además está muriendo gente, ya han muerto cuatro, y o alguien hace algo o morirán más personas. Y ese alguien soy yo, Jeff.
  • Ya has hecho mucho Sean, les has dado el camino, ahora les toca a otros seguir con este caso, tienen más medios, le pillarán. Y con la actitud que tienes ahora te echarán del departamento a patadas; Appleton colgará carteles con tu foto y debajo de ella un letrero que rece: “NO LE DEN TRABAJO A ESTE MAMÓN” – me reí -. Y necesitas tu empleo.
  • No Jeff, no. Se acabó. Pero antes tengo que resolver este caso. Este caso y se terminó esta mierda – dije.
  • De acuerdo, de acuerdo, te diré una cosa, es posible que…

Jeff volvió a ser interrumpido por otro franco-pingüino, que esta vez nos traía la cena. La fue dejando plato a plato, preguntando en cada uno de ellos que para quién era. Fuimos respondiéndole. Cuando lo dejo todo, se cuadró como si fuese un maldito Marine, dio un taconazo y se marchó. Ridículo.

  • Ya era hora, que hambre. Te decía – retomó, mientras íbamos comiendo – que es posible que esto te desmotive, ya no es lo que era. Cuando tú y yo nos metimos en esto todo era mucho más sencillo: todo se dividía en polis o ladrones. Pero ahora ya hay de todo: atracadores, violadores, terroristas, secuestradores, traficantes de cualquier cosa… O varias cosas a la vez. Si te pones en plan Batman a querer detener a todos esos hijos de puta para hacer del mundo un lugar mejor para nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos, pues morirás siendo el tipo más frustrado de todos. Pero también puedes limitarte a cumplir órdenes, hacer tu trabajo e irte a casa.
  • No, Jeff – contesté -. Te equivocas. Mi trabajo, nuestro trabajo, es atrapar a cabrones como el que está haciendo esto. Y el mundo sigue siendo tan sencillo como siempre; llámalos atracadores, violadores, terroristas, secuestradores, traficantes o lo que quieras, pero siguen siendo los malos. Tan sencillo como cuando empezamos, buenos contra malos, así de simple. Y te voy a decir lo mismo que les he dicho a todos: o…
  • ¿Me estás advirtiendo, amenazando, o algo así? – me preguntó de golpe.
  • No, no, nada de eso tío, pero escucha: o haces tu trabajo y me ayudas o te quedas de brazos cruzados y me haces esto mucho más difícil. Tú verás.
  • Vale, vale… visto de ese modo…
  • Así que, recapitulando las últimas veinticuatro horas en voz alta, lo que tengo es un tipo, que nos lo encontramos muerto ayer por la mañana, y tú me dices que lleva unos días en formol y que murió antes de llegar al apartamento donde le pillamos. Y luego me dices que tiene mucha más edad de la que aparenta. Y a la mañana siguiente, o sea, esta misma mañana, veo que ese tío que estaba tan muerto antes está vivo ahora. Y esta tarde le he estado persiguiendo una media hora. Pero sus huellas no coinciden con las del cadáver. Y a un nivel más general, lo que tengo es a un asesino en serie, aunque nadie me crea, que ha matado a cuatro en el último mes, con un arma que no deja estriación en lo que dispara y que pudo pertenecer a la milicia británica. Por lo menos el arma. Joder, me pierdo…
  • Vale, yo tengo una teoría, pero no sé, es un poco una gilipollez, aunque…
  • Dilo – le ordené.
  • Pues me estás diciendo que las huellas del tipo al que has perseguido hoy tiene huellas dactilares distintas a las del cadáver de ayer por la mañana, ¿no?… Podría ser el gemelo del que recogimos ayer – dijo Jeff, como el genio que era; creo que eso era lo más inteligente que había oído en cinco años.
  • Podría ser… – respondí, intentando asimilar algo que era tan simple que me habría dado de puñetazos en aquel momento por habérseme pasado. No me pegué porque el sitio me pareció demasiado fino como para hacer algo así.
  • Si consigues una muestra de sangre del tío que has perseguido hoy, la comparamos con la que queda de la autopsia del cadáver de ayer y los ADN coinciden, no habrá duda, son gemelos.
  • Tengo una muestra que conseguí esta tarde, se cortó con una verja. Por eso me viste salir antes del laboratorio. Por cierto, ¿Dónde lo enterraban? – pregunté.
  • En Saint Paul, a las ocho y media de la tarde, ¿por?
  • Porque voy a ir allí a preguntar un par de cosas a la familia.
  • Si Appleton se entera…
  • Me da lo mismo si el Gran Hombre se entera – le dije.
  • Vas a ir, ¿verdad?
  • Sí –contesté mientras me levantaba y me iba.

Ni me molesté en ir a por mi coche, cogería un taxi. Le diría al conductor que me llevase al cementerio de Saint Paul, y echando leches. Me iba de marcha. De marcha fúnebre.

Vale, vale, perdón, es un chiste malísimo.

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El hombre Deja-vu. Capítulo 07: Como el gato y el ratón

De camino a jefatura, compré el periódico en el quiosco y una caja de pastas de té en una panadería que hay cerca de mi casa. Lo hice porque quería que, al entrar en la comisaría, pareciese que:

  1. Estaba la hostia de tranquilo, y

  2. NO había estado interrogando a nadie.

El viejo truco de las pastas y el periódico. Bueno, aunque a decir verdad, no creo que sea muy viejo: no debe de haber muchos gilipollas que disimulen comiendo pastas y leyendo la prensa. De hecho, para demostrar mi control total sobre todo lo que me rodeaba, decidí que sería mucho más convincente si iba hasta allí andando en lugar de en coche, como echando un paseíto. Seguramente luego echaría pestes de todo, por tener que volverme andando de noche a casa, pero ese era un esfuerzo de los que a la larga me merecerían la pena haberlos hecho. Escondí las huellas que saqué de la barra de metal entre las páginas del periódico, para poder pasar hasta mi despacho sin levantar sospechas; era consciente de que desde que el F. B. I. me tiraba los tejos, todo el mundo iba a intentar chivarse de lo que fuese acerca de mí, para ganar puntos de cara al comisario.

Nada más entrar en comisaría, casualmente el técnico del laboratorio vino a buscarme, tenía algo que decirme: el apellido que había escrito en la heráldica de la bandeja de plata de la 304 era “SMITH”. Mierda. Otra pista que se va a hacer gárgaras. A saber cuantos miles de millones de billones de Smiths habrá por el mundo; o solamente en esta ciudad. Le di las gracias al del laboratorio y le dejé marchar, pero no le di aún las huellas. No iba a dárselas ni en persona ni en el vestíbulo delante todos mis maravillosos compañeros. De hecho lo estaba haciendo bien, nadie más se estaba percatando de mi entrada.

Subí andando a mi despacho. No cogí el ascensor para evitar estar encerrado con más gente en un cubículo de metro y medio cuadrado sin escapatoria; no es lo más conveniente cuando quieres pasar desapercibido y el resto se muere por percibirte. Intentaba además no mirar fijamente a la cara de nadie mientras me desplazaba de pasillo en pasillo y de tramo de escalera en tramo de escalera.

Ya en mi despacho, lo primero que vi era que la cinta ya no estaba en el primer cajón de mi escritorio, donde yo la dejé. Me lo esperaba, y eso era porque el F. B. I. había estado cotilleando entre mis cosas. No me demoré más, prepare todo para que en el caso de que alguien entrase de golpe, le pareciese que estaba haciendo tiempo: “desplegué” la bandeja de pastas encima del escritorio, me serví un café y dejé el periódico encima de la mesa, abierto por la sección de noticias internacionales. Entonces llamé al busca de Jeff. Esperé. Esperé. Esperé… Y sonó el teléfono:

  • ¿Qué quieres? Estoy en mitad de una autopsia – dijo Jeff.

  • Necesito tu ayuda – le contesté. Rápido, directo y claro. No era momento de sarcasmos ni de andarse por las ramas. Y él lo entendió. Nada más pronuncié yo la palabra “ayuda”, Jeff colgó.

Mientras hacía tiempo y le esperaba, me comí dos o tres de las pastas, no recuerdo bien el número exacto de las que me comí. La verdad es que para ser simplemente una coartada estaban cojonudas. De hecho, cuando entró Jeff, le ofrecí comer alguna.

  • No me jodas, ¿para eso me has hecho venir? – dijo él.

  • No, no, es algo mucho más importante… Pero si te apetece, coge alguna – le dije, señalando la bandeja con la mirada; a lo que él respondió cogiendo dos pastas -. Necesito que lleves esto al laboratorio y las cotejen – saqué las huellas de entre las páginas del periódico y se las di.
  • ¿Qué es esto, Sean? – me preguntó.

  • Es mejor que no lo sepas, pero no puedo bajar yo a cotejarlas, los federales están detrás de mí tocándome las narices y no me dejarían.

  • Dime que es lo que está pasando y lo haré – me dijo.

No era tonto, no quería pillarse los dedos, ni que la porquería le salpicase cuando el F. B. I. empezase a repartir la propia porquería. Le expliqué todo. TODO. Eso creo que mide muy bien el grado de necesidad y desesperación que tenía porque Jeff me hiciese aquel favor. Jeff aceptó. Cogió las huellas y se marchó a toda velocidad sin decir palabra.

Me senté en la silla de mi oficina, giratoria, como en cualquier oficina decente y cristiana, para poder jugar a dar vueltas mientras mataba el tiempo. En mitad de un mareo estupendo, empecé a sentir un seísmo que hacía meses que no se sentía en aquella planta. De 8,2 en la escala richter. Eran unas pisadas, yo las conocía ya bien. Era Appleton. El seísmo iba en aumento, eso sólo podía significar que venía a hacerme una visita. Entonces “llamó a la puerta”. Y con “llamó a la puerta” quiero decir que la abrió con un golpe de hombro. Volcó su cuerpo sobre mi escritorio, me acercó tanto la cara que pude oler su apestoso aliento a puro y me gritó:

  • ¿Se puede saber cuando demonios has estado tú en Egipto? – me preguntó / vociferó / regañó. Por si alguien aún no se ha percatado.

  • ¿Una pasta, jefe? – le ofrecí, intentando probar eso de que a un hombre se le conquista por el estómago. En el caso de Appleton, es falso.

  • ¡Hamilton, estúpido, ¿no te das cuenta de lo que has hecho?! ¡Acabas de servirte al F. B. I. en bandeja! ¡Van a pedir mi culo y tu culo! ¡Seguro que piensan que te encubrí, me has jodido bien, a mí y al departamento! ¡Porque…! – bla bla bla. Eso es lo bueno de las broncas de Appleton, cuando te has llevado muchas: a los cinco minutos te aburres y sólo las oyes como en ruido de fondo en tu cabeza. Asentía periódicamente cada quince segundos y ponía cara de culpabilidad cada veinte. Cuando se calmó, contesté:

  • Si has visto la cinta sabrás porque lo he hecho.

  • ¿Por qué eres tan cabezota? ¡Si los federales lo quieren, pues para ellos, que se harten a perseguirlo! ¡No sé por qué hay dos tíos iguales, pero al de ayer lo entierran hoy, acéptalo, no son la misma persona! ¡Y si estuvieses más centrado, ya habrías resuelto los otros tres casos!

  • Mira John, no es tan sencillo – le dije -, pero es mi caso y lo voy resolver, no…

  • ¡No, no, y no! ¡Se acabó ese rollo de detective de la tele, asúmelo! ¡Quedas suspendido de la investigación! – me interrumpió.

  • ¡¿Pero qué dices, te has vuelto loco?! ¡Hay un asesino suelto por ahí, ya ha matado a cuatro personas y creo que el último podría estar muy relacionado con el culpable, eso si no el mismo! ¡Ya estoy cerca…!

  • ¡Joder, Hamilton, que no! Estás destinado a trabajo de oficina. Pasaré tu caso al agente Shippe.

Cerró con un portazo atronador y se fue. No pude decir nada más.

¿Sabes esa sensación, cuando llevas dos noches acampando en una cola para un concierto de los Rolling (por ejemplo) y cuando llegas al final y vas a comprar tu billete te topas con un cartel que dice “NO HAY ENTRADAS”? ¿O cuando vas a la nevera a buscar una cerveza y ya no quedan? Multiplica eso por mil millones y empezarás a saber cómo me sentía en aquel momento.

Frustración. Y la desesperación por no haber podido terminar un trabajo. No era justo. Resolver este caso era mucho más importante que mi puesto de trabajo. De hecho, resolver el caso era mi trabajo. No me sentiría a gusto si el comisario me aplaudía por quedarme quieto calentando una silla y dejando a un asesino libre. Eso era para gente como Mason. No. Eso no iba a quedar así. Voy a desobedecer esa orden. Además, Chip y Chop no eran capaces de resolver este caso. Es más, creo que no resolverían ni una suma sin llevadas. Seguiría adelante, esperaré a lo que me diga Jeff sobre las huellas. Desapareció la frustración.

Eran ya más de las cinco y media de la tarde. Recién degradado a chupatintas, no sé por qué me entró hambre. Aguanté quince minutos, pero Jeff no aparecía con los resultados. Me fui a buscar un restaurante para comer. Y así recordar qué sabor tenía la comida que no venía de Asia. Me largué de allí lo más rápido que pude, no creí que a Appleton le hiciese mucha gracia que me fuese a la calle otra vez, no se fiaría de mí.

Había un restaurante dos calles más abajo, y podías pedir comida para llevar, así que decidí ir allí, para poder llevármela al despacho y que el comisario no se enterase de mi escapadita. Como iba con prisa, Murphy y su Ley de las narices hicieron que el semáforo del primer cruce se pusiese rojo. No sé si estaba roto o qué, pero la espera se me hizo eterna. Pero Murphy supo muy bien como recompensarme: delante de mí, en mis mismísimas narices, al otro lado del paso de cebra, estaba él. ÉL. ÉL. El tipo de la cafetería, el ex-cadáver de la 304, a quince metros de mí, al alcance de mi mano. Lo confieso, me puse nervioso y ansioso; o era algo parecido a la ansiedad. Y ya sabemos lo que hace la ansiedad: liberas adrenalina, sonríes como un imbécil, el corazón te palpita a doscientas pulsaciones por minuto y metes la pata. Cuando el semáforo se puso verde y todo el mundo empezó a andar a ambos lados del cruce, se me ocurrió gritarle para llamar su atención. Como cazar palomas espantando a las palomas. Nos acercábamos poco a poco, me miraba como un animal asustado. Y justo cuando ambos extremos del cruce se empezaron a mezclar, él se dio media vuelta y echó a andar por en medio de la carretera, sin gente que le estorbarse. Por el contrario, yo caminaba a contracorriente de la gente del otro lado del cruce, abriéndome paso entre personas y más personas. Él no dejaba de mirar atrás, de mirarme a mí. En cuanto vio que me libre de aquel tropel de gente, echó a correr como si “El Hijo Del Viento” le hubiese poseído. Yo hice lo propio, faltaría más, y corrí detrás de él, la única pega es que a mí no me poseyó Carl Lewis ni por asomo.

Corrimos unos tres minutos por una calle ancha y recta y, lo peor de todo, peatonal. Tuve que esquivar a empujones a madres con niño/niña de la mano, parejas y gente con bolsas de la compra para conseguir que no se me escapase. Porque el cabrón corría que se las pelaba. Cuando casi le estaba alcanzando, comenzó a tirarme los peatones, para que chocase con ellos y me cortasen el paso, además de retrasarme. Pero me zafé perfectamente de todos. Y él se dio cuenta. Así que, de repente y por las buenas, comenzó a zigzaguear por callejuelas. De esquina en esquina, y sin parar de girar. Izquierda y derecha, izquierda y derecha. Y a unos quince segundos por detrás, yo a duras penas. Salté un cubo de basura que rueda hacia a mí por el suelo y que intuí que me había lanzado él. Al caer me hice daño en el tobillo izquierdo, se me dobló hacia fuera, pero no tenía tiempo para que me doliese. Ya me dolía el resto de las piernas en plan general por los doce minutos de carrera que llevábamos. Y entonces, hizo algo que no esperaba: se sacó una Beretta de los pantalones y me disparó. Y falló estrepitosamente, y juraría que aposta. Volvió a guardar la pistola y continuó corriendo. Si lo que quería era que perdiese cinco o seis segundos hasta que salí de mi propia estupefacción, pues entonces hizo un buen trabajo. Le seguí a toda pastilla hasta una calle ancha, salimos de los callejones. Íbamos corriendo cuesta abajo (gracias a Dios, mis piernas estaban molidas) cuando giró y se dirigió a la zona de los rascacielos, la zona de la bolsa y demás empresas que generan pasta. Y por la hora que era, casi en punto, aquello estaba infestado de embotellamientos. Echó a correr entre los coches parados. Cuando el semáforo se puso verde para el tráfico y los coches empezaron a andar, él aprovechó y le dio un codazo en la cara a un motorista que se dirigía hacia él, tumbándolo en el suelo. La motocicleta salió despedida unos cuatro metros. Con el motorista inconsciente tumbado boca abajo en el suelo, mientras mi perseguido levantaba la moto y huía, atendí un momento al herido, y cuando comprobé que estaba bien, saqué mi placa, confisqué un coche que estaba parado frente al motorista y me puse a perseguirle. Por cierto, que sepáis que la frase “Policía, necesito requisar este coche” en la vida real queda ridícula.

Un codazo, un arma – que además utiliza para dispararme -… No encajaba con el tipo que amenazaba, y que de la amenaza no iba a pasar, con una barra de metal.

Entonces me doy cuenta de la tragedia: de todos los malditos coches de aquel atasco, tuve que elegir el único Ford Granda del 76 que había. Si me apuras, para mí que era el único que quedaba en toda la ciudad. Con aquel cascajo tenía muy (pero que muy) pocas posibilidades de alcanzar a ese tío. Tan cerca y tan lejos. O le atajaba o volvía a escapárseme. El mamón había robado una (MODELO DE LA MOTO), ya podía darme por jodido. Pero al menos tenía que intentarlo. Con “One is the loneliest number”, de los Three Dog Night, sonando en alguna emisora de la radio de aquella cafetera, lo que hacía aquello, en parte, hilarante, me lancé tras él de nuevo.

Pisé a fondo y metí todas las marchas que le caben a un coche, intenté acortar distancias y llegar hasta esa puta moto, pero él también sabía acelerar. Tiró por una calle totalmente recta, me llevó a pasarme hasta dos minutos sin necesidad de girar el volante. Y de golpe, un embotellamiento; me obligó (y a él también) a esquivar coches a izquierda y derecha, incluso a conducir por la acera mientras les interpretaba un solo de claxon a los peatones. Volví a la carretera, pero cuando casi le tenía, giró en seco por una callejuela. No me iba a engañar con eso, atajé tres manzanas más abajo y logré seguirle bajando por una gran cuesta empedrada. El coche saltaba, botaba y brincaba, me preocupa que no aguantase; tres de los cuatro tapacubos se fueron a hacer a gárgaras entre bache y bache. Me vino bien, la inercia le obligaba a frenar para no matarse. Gracias Newton. Aunque todo esto solamente me valió para ganarle terreno, porque la cuesta se acabó antes de que le cazase. Salimos a una calle comercial y empecé a oír que el motor hacía un ruido, así que le recé a Dios, a Buda y a alguna deidad más que ahora mismo no recuerdo para que aguantase. Por lo que iba sabiendo, me conocía la ciudad mucho mejor que él, se metía por varios recovecos que lo que hacían era de todo menos darle ventaja. Afortunadamente me sabía el camino más corto para llegar a donde iba él; y de hecho esa torpeza por su parte fue lo que me mantuvo en la persecución en ese momento y en otros muchos. Intentaba despistarme con giros rápidos a ambos lados, pero lograba seguirle, aunque con dificultad. Entonces giró a la derecha por la fábrica de papel abandonada. Mal hecho por su parte: las calles estaban cortadas por obra, así que solo podría volver a subir la calle paralela. Me la jugué. El edificio tenía dos vidrieras, en paredes también paralelas. De modo que, en pocas palabras, lo que pensé fue en cruzar la fábrica atravesando cristales. Di un volantazo y traspasé la primera lámina de cristal. Fácil, pero tenía que estar atento de no perder el control del vehículo. Crucé la planta baja del edificio sin problema, hasta la segunda lámina de cristales. Al atravesarla, y tras perder el capó por el impacto, él pasó por delante de mis narices subiendo la calle tal y como predije. Arranqué otra vez y continué la persecución calle arriba. Aceleré todo lo que pude y casi le alcancé. Un minuto más y le hubiese embestido con el parachoques, aunque el motor empezaba a echar un humo cada vez más negro, no sabía hasta cuando aguantaría ese cacharro. De modo que tuve que frenar un poquito, porque el humo del motor empezaba a no dejarme ver nada. Joder, ese tipo tenía mucha suerte, el incidente del humo le hacía llevarme cada vez más ventaja según subíamos. Pero seguí acelerando, tenía que cogerle. Entonces giró a la izquierda, y como eso no me lo esperaba, me pasé la calle. Hice un trompo de 180º y me metí por la misma calle. Y al final de aquella calle… un atasco. No tenía sentido, pero entonces lo entendí. El atasco estaba formado por la moto de mi “amigo”, que estaba sola y cruzada en mitad de la carretera. Supuse que habría huido andando por la calle perpendicular junto a la que estaba la moto. Corrí hacia el callejón en cuestión. Allí estaba él, saltando una valla metálica que había en medio de la calle. Cuando él ya estaba al otro lado y huía hacia la derecha, trepé por los hierros. La intenté saltar yo también, pero en mitad de aquella pantomima gimnástica por mi parte, encaramado en mitad de la valla, pude observar como el tío al que estaba persiguiendo pasaba de largo delante de mis ojos, subido a la parte trasera de un camión, y, por consiguiente, escapando. Me había ganado, ya no tenía manera de alcanzarle…

O quizás no me hubiese ganado del todo. En lo alto de la valla, en uno de los filos del metal, había sangre. Muy fresca, caliente. Tenía que ser suya, se habría cortado la mano al saltar al otro lado. Saqué un pañuelo de tela de mi bolsillo a la recogí, había que analizar eso sí o sí.

Salí de aquel callejón y volví a su moto, que aún estaba formando un “trombo” con el tráfico. La gente me pitó, gritó desde sus coches y demás cosas a las que, por suerte o por desgracia, ya estaba acostumbrado. Intenté explicarles en voz alta que era lo que había ocurrido, que yo era agente de policía, y que eso era la escena de un crimen que tenía que analizar. Era verdad a medias. Pero para que nos vamos a engañar, una verdad a medias sigue siendo una maldita mentira. Volvieron todos a sus coches algo más calmados y algo más engañados. Yo me volqué sobre la motocicleta con la vana esperanza de que aquel tío se hubiese dejado algo allí. Cualquier cosa: un papel, una pisada, una declaración firmada de la autoría de los crímenes… que no se diga que no tenía ilusión, joder. Pero eso fue lo único que tuve, porque pistas no encontré ninguna. Y no podía llevarla al laboratorio a analizar, se enteraría todo el departamento de policía. Y la señora de la limpieza del departamento, el tipo de la cafetería, el que lleva el correo, y el chaval de mantenimiento… Y es posible que incluso amigos y familiares de la gente que trabaja en el departamento también se enterasen. Ah sí, y Appleton; Appleton también se enteraría. Es lo que tiene entrar en un edificio con una motocicleta, que no es discreto. Así que tuve que conformarme con retirarla de la carretera para que el tráfico volviese a ser normal y largarme con las manos casi vacías.

Entré por la puerta del vestíbulo de la comisaría con la cara de una persona que intenta disimular que las piernas le están matando. Subí a mi despacho, me quité la chaqueta. Encima de mi escritorio había una nota manuscrita, un post it. Era de Jeff. “Ya está listo. Tenemos que hablar”. Pues no iba a ser en ese momento, porque yo necesitaba un descanso – aunque no pudiese permitírmelo -. Del aparador de detrás de mi mesa saqué un viejo tocadiscos que tenía allí para ese tipo de momentos. Cogí un vinilo de Solomon Burke, puse la aguja sobre el disco, lo encendí y, al ritmo de “None of us are free”, me senté. O mejor dicho, me desplomé. Estaba rendido.

Seguro que al día siguiente tendría agujetas.

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El hombre Deja-vu. Capítulo 06: Mientras que no te pillen

Si hubiese pisado un poco más el acelerador creo que habría traspasado la barrera del sonido. Adelantaba a los demás conductores tanto por la izquierda como por la derecha. Tras de mí, una dulce melodía de cláxones e insultos a mi madre. No me importaba. Justo cuando iba a batir el record Guiness de cruzar una cuidad en coche en el menor tiempo posible, cuando caminaba sobre la línea que divide la conducción del suicidio, un semáforo en ámbar me fastidió la carrera. Mientras aminoraba – aunque sin llegar a frenar – para no empotrar mi Cadillac contra un Ford Focus Coupé, en lo que habría sido una absurda justa de descapotables, coloqué la sirena encima del salpicadero, para evitar a sí más semáforos. Rápidamente todos los demás vehículos se apartaron hacía los lados, mostrándome el camino por el que salir embalado. Ni Moisés cuando lo del Mar Rojo. O quizás Moisés llevase una sirena de policía en el bastón, vete tú a saber.

Siete minutos y treinta y dos segundos. Eso es lo que, si restabas la hora que había en el reloj del vestíbulo de la comisaría y la del reloj que había en mitad de una rotonda al lado de la cafetería, había tardado en llegar de un sitio a otro. Salté la puerta de mi coche, que dejé aparcado en la calle – llevarlo al garaje sería retrasar lo que NO podía retrasar más – y subí corriendo a la sala de briefing. De la prisa que llevaba, incluso subí por las escaleras. Y de dos en dos escalones.

Para todos aquellos que no leyeron “Diseño de Interior Para Comisarías”, o directamente no saben lo que es una sala de briefing, les explicaré que es esa habitación en la cual los agentes se reúnen para que el capitán (por ejemplo) les indique el trabajo que hay que hacer o se les adjudiquen misiones. Necesitaba esa sala porque en ella estaba el televisor de mayor definición de todo el edificio. Para un vídeo como el que tenía entre manos se necesita una tele cinco estrellas.

Llegué a la entrada de la sala. No podía entrar de golpe, imagina que vergüenza si hubiese abierto la puerta y hubiesen estado todos allí reunidos. Como para quererte morir. Podría haberlo hecho si los de allí no me conociesen, y de haber abierto la puerta y encontrado gente, hubiese puesto cara de sorprendido y habría exclamado: “Uy, ¿este no es el baño de caballeros?”. Pero seguro que ellos me conocían a mi mejor que yo a ellos, estuviesen quienes estuviesen, si es que había alguien. Tenía que averiguarlo.

Sabía, por lo que me habían contado, que había una ventana en la habitación contigua a la sala por la cual podría ver el interior de la misma. La habitación contigua era – vaya por Dios, qué casualidad – el despacho de Mason, por lo que me tocaba entrar “de puntillas”. No se veía luz ni tampoco ninguna silueta a través del cristal de la puerta, así que miré a mi alrededor, y como no me prestaba atención nadie, actué: coloqué un trozo de cartón grueso entre la puerta y el marco, a la altura del pomo, y la forcé. Dentro descubrí que la famosa ventana era en realidad un respiradero, así que tuve que acercar el escritorio de Mason a la pared para encaramarme a él y mirar. Eureka. No había nadie dentro. Eso sí que era suerte, las dos habitaciones a las que necesito entrar sin que nadie me vea, vacías. Bajé del escritorio, lo recoloqué en su sitio y salí de allí, no sin antes otear el exterior con la puerta entornada, para que no me pillase nadie abandonando el lugar de los hechos.

Entré en la sala de breifing y eché la llave. No di las luces, se podía ver bien con la luz que había y no quería llamar la atención encendiendo el montón de tubos fluorescentes que estaban colgando del techo. Es del tipo de cosas que no te apetecen cuando intentas ser discreto. Aunque nadie podía saber que había alguien dentro sin intentar girar el pomo de la puerta, pero bueno, por si acaso. Me senté frente al equipo de vídeo, introduje la cinta en el reproductor y le di al play. No podía dejar de repasar aquella grabación una y otra vez. Con cada nuevo visionado descubría otro buen puñado de pistas y cosas curiosas. Algunas obvias, otras no tanto:

Lo primero que te llamaba la atención es que, el tipo al que habíamos visto tan pulcro para estar muerto unas horas antes, ahora llevaba una barba de tres días y el pelo algo más largo y descuidado. Ni que decir tiene que el pelo no te crece tan rápido a no ser que seas el hombre lobo, pero teniendo en cuenta que ni hubo luna llena esa noche y que – y más importante – el hombre lobo no existe, eso me dejaba una sensación de incredulidad y una cara de tonto. Otra cosa que no podía explicar.

Lo segundo en lo que me fijé fue en la ropa que vestía. Pantalón paramilitar, camiseta interior blanca sin mangas y un abrigo largo y lleno de manchas. Normal que el camarero desconfiase, vaya pintas. Y era fuerte. No como Schwarzenegger, pero sí lo bastante como para no ser un mendigo o un yonki. Lo que parecía era un atracador.

O sea, que en resumidas cuentas, lo que se podía apreciar es que aquel hombre había cambiado mucho para que hubiesen pasado tan solo veinticuatro horas. Pero no era tan diferente como para no ser el mismo…

Cualquiera estará pensando al leer esto: “venga, tío, es un ratero que se parece al otro, lo que pasa es que estas paranoico con este caso, etc., etc., etc.…” A esos les respondo: “¡¡¡QUÉ NO, QUÉ ES ÉL!!!” Sabía que era él. Por su altura, sus ojos, su aspecto… y por mi instinto policial.

En el decimosegundo visionado comencé a fijarme en qué hacía. Todo, salvo los diálogos, que al ser una grabación sin audio no lo pude comprobar, encajaba con lo que el camarero nos contó: entra, se sienta, se va de paseo a la inopia con una manada de musarañas hasta que aparece el camarero, pide el desayuno, se lo come embobado, pasan quince minutos, va al baño, el cabrón del camarero le registra el abrigo aprovechando que no le ve, saca un papel del bolsillo derecho, oye la puerta del baño y… ahí está. Con las prisas, le guardó el papel en el bolsillo izquierdo. El tipo se pone el abrigo, se echa las manos a los bolsillos y lo nota. Eso debió de ser lo que le hizo montar en cólera y armar el numerito de la barra de metal. Aún así, era excesivo. Pero esa es mi opinión.

El tipo huyó y yo no sabía hacia donde. Debía volver a la cafetería e interrogar otra vez a los que le vieron. Tenía que encontrar a ese tipo. Y tenía que hacerlo porque tenía una lista de preguntas que hacerle tan grande como para escribir una trilogía de libros de preguntas.

Saqué la cinta del aparato de vídeo y la etiqueté como “EGIPTO VERANO 1997”, por si alguien la encontraba, la guardé y salí con ella de la sala; subí a mi despacho. Por el camino, pensé en lo ridículo de todo esto. O no sabía atar los cabos o se me había olvidado anudar.

Intenté redactar un informe creíble. Creíble. Ese concepto empezaba a carecer de sentido. Ya no sabía en que creer, así que decidí creer en lo que veía. La pega es lo que había visto era a un muerto desayunando, pero bueno, nada puede ser perfecto, supongo. Y por más que teclease, aquel informe no sonaba creíble. De hecho, era increíble. Hice tres borradores de un informe que justificaba todo y no me mezclaba en aquella cafetería, como si aquello no fuese conmigo. No terminaban de convencerme. En mitad del cuarto borrador – que estaba escribiendo por si acaso -, sonó el timbre de aquel infernal trozo de baquelita que tenía sobre el escritorio. Era Appleton, poseído por el demonio. Creí entender de entre sus gritos que quería que fuese a su despacho, y un rato después descubrí que acerté. Pero antes de hacer ese descubrimiento, decidí llevarle el borrador del informe de lo de la cafetería y el que escribí la noche anterior sobre la trescientos cuatro, así que cogí las dos carpetas y me largué a su despacho dispuesto a rematar el plazo de tiempo que me dio para presentar una teoría muchas horas antes de que se cumpliese. Lo que no sabía era por qué estaba Appelton tan enfadado.

Con dos carpetillas bajo el brazo, bajo mi americana, que colgaba también de mi brazo – y muchísima intranquilidad, para que nos vamos a engañar – me dirigí al despacho del jefe. Cuando llegué, oí voces. No es que me hubiese vuelto loco y una voz en mi cabeza me dijera que quemase cosas. Me refiero a que oía voces dentro del despacho. Appleton estaba reunido con más gente y no me sonaba ninguna de las otras voces. Abrí la puerta. Oh, mierda…

Allí dentro me encontré con dos agentes del F. B. I. que estaban preguntando por mí. Resulta que yo no era el único al que le daba por mirar las grabaciones de las cámaras de vigilancia ocultas de las cafeterías. Me explico:

Resulta que esos dos caballeros estaban tras la pista de un peligroso delincuente que se dedicaba a asaltar establecimientos y algunos cajeros automáticos a sucursales de bancos por tres estados, y, siguiendo su pista, habían llegado hasta la cafetería donde, según ellos, había atracado esa misma mañana. Decían que cuando fueron al establecimiento y pidieron la cinta de vigilancia, les dijeron que un agente de policía se la había llevado poco antes de que ellos llegasen. Desgraciadamente, lo que sí tenían era la cinta dónde se me veía entrando en el bar.

Me sentí estafado. No por esto, si no por la sarta de malísimas excusas que ese par de imbéciles estirados acababan de darme. Joder, con el dinero de mis impuestos creo que el gobierno podía contratar a gente que se inventase historias mejores para mentir al contribuyente. Porque, o esperaban que yo no hubiese visto aún la cinta, o esa es la sarta de incongruencias más grande que había oído jamás. Ah, sí, las presentaciones, que casi se me olvidan. Así me los presentó Appleton:

  • ¡Tú, estos son los agentes Shippe y Shop, no recuerdo cual era cual!

  • Yo soy Shop – dijo uno.

  • Y yo soy Shippe – dijo el otro. A mí me dio más bien igual quien fuese quien. Para mí serían desde ese momento Chip y Chop.

  • Encantado – les dije.

Uno de los dos (Chop, creo) llevaba un traje gris, camisa blanca y corbata negra, de porte atlético, pelo de cepillo y unos treinta y cinco años. El otro, en cambio, era exactamente igual. Estaba en una situación embarazosa y tenía que salir de ella.

  • Siéntese por favor – dijo Chip. Que no sea el dueño legítimo del despacho el que me dijera que me sentase me ayudaba a calcular cuanto mandaban esos tíos. Les obedecí.

  • Sabemos que posee usted una cinta de vigilancia en la cual sale un tipo muy peligroso. Este sujeto… (me contó entonces la sarta de mentiras de la que he hablado antes). Esperábamos contar con su colaboración, teniente Hamilton – me dijo Chop. Mal rollo, se sabía mi nombre y yo no se lo había dado.

  • No tengo tal cinta – les dije. Toma ya, para mentiroso un servidor.

  • Perdone – dijo Chip -, pero el camarero nos dijo que se la dio a un tal “agente Hamilton” esta mañana.

  • Y la cámara de seguridad del local confirma la historia del camarero – añadió Chop.

  • Sí, verán, el camarero me dio la cinta, pero yo no la tengo ahora. Está… – piensa Hamilton, piensa – en el despacho de Thompson, supongo. Quizás ya la haya mandado al laboratorio, quién sabe. Yo en cuanto salí del local, se la di a él.

  • ¿Pero por qué fuiste allí? Ese caso a ti te daba igual, te recuerdo que tienes más cosas de las que ocuparte – me regañó Appleton.

  • Tenía dudas en cuanto a cómo cotejar ciertas pruebas. Yo fui a hacerle un favor. Eso no pasaría, jefe, si no mandases novatos a realizar trabajos serios – dije. O me tiraba un farol, para que todos creyesen que estaba muy tranquilo (tranquilo del tipo yo-solo-he-hecho-mi-trabajo) o iba a estar perdido. Con este último comentario conseguí crear un silencio incomodo que creo ninguno de los cuatro se esperaba. Pero alguien tenía que joderla y rompió el silencio.

  • ¿Y usted no ha visto esa cinta? – dijo Chip.

  • No he tenido mucho tiempo hoy para ver películas – le respondí.

  • ¿De verdad quiere hacernos creer que no sabe dónde está la cinta? –continuó Chop.

  • No sé dónde está, usted crea lo que quiera. Prueben con Thompson y el laboratorio, es todo cuanto puedo decirles.

  • Muy bien, así lo haremos – dijo Chip.

  • Gracias por su tiempo – dijo Chop. Ver como el uno terminaba la frase del otro era casi romántico.

  • Pues si no precisan nada más… – dije mientras me incorporaba.

  • Espera, ¿qué es eso que llevas ahí? – mierda. El que hablaba era Appleton y “eso que llevaba ahí” eran las carpetillas con los informes.

  • ¡Ah, esto! – fingí sorprendido – El informe de ayer.

  • Dámelo – me ordenó. Le obedecí a medias. Le di la carpeta y salí de allí.

Digo que le obedecí a medias porque le di una carpeta, sí, pero no la de la cafetería, sino la del día anterior, el nuevo informe sobre la 304. Como se puede apreciar no le mentí. No era tan tonto de llevar el farol hasta ese punto. La carpeta de la cafetería la oculté como pude con la chaqueta, que llevaba astutamente colgando del brazo. En momentos como aquel, pienso que la presión me vuelve creativo.

Salí de aquella habitación y de aquel edificio – y si hubiese podido, de aquel país – tan rápido como me fue posible. No habían creído una sola palabra de lo que les había contado, eso seguro, pero sabía que si esa era la única pista que tenían la seguirían, y eso, junto con el informe que acababa de entregarle al comisario, me daba a mí tres horas de ventaja sobre ellos para campar a mis anchas, cuatro con suerte.

Me tocaba investigar aquello por mi cuenta. Ese tío de la cinta, el ex -cadáver, no podía ser tan malo como lo pintaban. En ese momento, aquel par de linces que eran Chip y Chop pensarían que el último sitio de la Tierra donde se me ocurriría ir era a la cafetería, así que ese era otro buen motivo por el que debía de volver a ella. Sería el último lugar donde me buscarían. Por eso y por seguir los pasos del de la cinta. Tenía que encontrarlo para acabar con esto. Subí a mi coche y corrí hacia allá de nuevo.

Que bien, otra vez allí. Eso, en mi opinión, es lo que se llama dar una vuelta tonta. Entré en la cafetería y pregunté por el camarero, Joseph, necesitaba verle. Me dijeron que había salido, pero curiosamente vi a Joseph – o su hermano gemelo – detrás del mostrador, pululando por la cocina. En cuanto volví a sacar la placa aquel tipo recordó que Joseph aún no se había ido y que estaba pululando por la cocina. Ordené que le mandasen llamar.

Sentados (otra vez) en una de las mesas – sólo que esta vez no pedí nada para tomar -, intenté averiguar por dónde demonios había escapado el tío de la cinta. Le saqué una fotografía tomada del vídeo y le pregunté que si lo sabía, y estuvo un rato intentando de recordar. De verdad que lo intentaba. De hecho no hizo otra cosa más que intentarlo, porque no lo consiguió. Le insistí en que recordase, era muy importante, pero no lo conseguí. Menos mal que dejé la fotografía sobre la mesa mientras le exprimía el cerebro a Joseph para que recordase. El señor de la limpieza miró la foto y le reconoció: se cruzó con él mientras venía a trabajar. Dos manzanas más abajo se chocó con él y se metió por el callejón de la izquierda, y cuando llegó al trabajo se encontró aquello con policía y la clientela revolucionada. Soy un borde, lo sé, muy borde, pero en cuanto me dijo por donde estuvo me levanté de la silla y me dirigí hasta donde me indicó.

Fui caminando muy, muy despacio. Iba mirando todo con lupa, metafóricamente hablando, claro. Cualquier cosa que pudiese haber, la que fuese, relacionada con ese tipo y su huida, me serviría. Era buscar una aguja en un pajar, y más con la cantidad de gente que debía de haber pasado por aquel camino y el montón de horas que habían pasado. No encontré nada, hasta que llegué al último callejón por el que el de la limpieza le vio escapar. Allí había un premio gordo: la barra de metal, con la que amenazó a toda la cafetería. Y como supuse que era el clásico hombre que coge las cosas con las manos, pues también me imaginé que habría huellas dactilares en ella. Si era tan malo como decía el F. B. I., sus huellas estarían en la base de datos de la policía. Cogí la barra con mi pañuelo y la guardé en una bolsa de plástico que llevaba en uno de los bolsillos del abrigo.

Mientras conducía, me di cuenta de que no podía volver a la comisaría. Si los federales ya me habían descubierto, o llegaba a oídos del comisario que estaba en el laboratorio buscando lo que fuese, se habría terminado mi pequeña investigación. Tendría que hacerlo también por mi cuenta.

Recordé entonces que en casa tenía algunos juguetes para hacerlo yo solo, por así decirlo: en un baúl que tenía en lo alto del armario de mi dormitorio, guardaba polvo de huellas y un pincel, además de adhesivos. Sacaría yo las huellas que hubiese en aquella tubería. Y ya vería como las procesaba después en comisaría.

Aparqué en doble fila y dejé la sirena en el salpicadero, para que nadie lo tocase. Subí los escalones de dos en dos. Abrí la puerta de golpe, cogí la primera silla que me crucé, me encaramé a lo alto del armario y bajé el pequeño baúl. Ahora tocaba hacer las cosas algo más calmado. Me senté en la mesa del salón. Hasta me puse guantes de látex. Saqué la barra de la bolsa y la deposité sobre la mesa con muchísimo cuidado. Me pareció más pesada que cuando la recogí en la calle. Luego, abrí el cofre despacio y saqué de él un bote con polvo de huellas y un pincel de pelo grueso. Desenrosqué la tapa del bote, cargué un poco de polvo en el pincel, y lo espolvoreé sobre la barra muy despacio.

Brotaron como por arte de magia: cinco huellas como cinco soles, que conformaban una mano, aparecieron en aquel tubo metálico dibujando el puño que lo sujetó esa mañana. Hasta había alguna traza de las huellas de la palma. Yo estaba feliz. Cogí un papel adhesivo del cofre y saqué las marcas del metal. Premio.

Ahora tocaba lo más complicado: cotejarlas en las bases de datos de la comisaría sin que nadie se diese cuenta. Y es más, seguro que el F. B. I. ya había descubierto mi engaño con la cinta de la cámara de vigilancia y se me estaba acabando la ventaja que les llevaba. Decidí tomármelo con algo de calma, dejar pasar un rato y serenarme antes de aparecer eufórico por jefatura esgrimiendo unas huellas en la mano. Pensé que debía manipular a alguien para que me hiciese el trabajo sucio, alguien que me llevase las pruebas al laboratorio y las cotejase por mí. Alguien de confianza. Alguien que no me delatase. Alguien que se llamase Jeff y fuese forense, por ejemplo.

Como ya he dicho, quería hacer un poco de tiempo antes de presentarme allí, así que decidí comer algo. Pero en cuanto abrí la nevera se me esfumaron las ganas y el hambre: ahí sólo encontré dos yogures caducados, una lata de anchoas a medio terminar, un cartón de leche semi-desnatada y el típico medio limón reseco, que creo que viene de serie con cualquier frigorífico de la Traxon Classic disponible en el mercado. El hambre se tornó en sed, y decidí apurar el último dedo de Bourbon de la botella que no se había derramado y rebajarlo en agua, para que me durase más. Whisky aguado. O mejor dicho, por la cantidad que quedaba, agua “awhiskada”.

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El Hombre Deja-vu. Capítulo 05: Deja Vu

Ocho de la mañana. La verticalidad propia que se produce al levantarse de un sofá con algo parecido a la resaca, a causa del sobresalto de un telefonazo en plena fase REM, provocó en mi un vértigo comparable a la más retorcida atracción de feria imaginable. Aunque me cueste reconocerlo (que no es que me cueste lo más mínimo, me refiero a que da rabia admitirlo), el Bourbon de la noche anterior hizo un ligero estrago en mí. En cuanto logré fijar mi cabeza al cuello –es un símil, pero esa era la sensación que me dio- reaccioné como todas las mañanas. Lo único que diferenciaba esa mañana de la anterior es que pude saltarme la fase de vestirme gracias a mi mala costumbre de quedarme dormido en el sofá con la ropa puesta; lo único que tuve que hacer fue abrocharme los cordones de los zapatos. Tomé un desayuno consistente en nada, apagué el tocadiscos, me puse la gabardina, comprobé que todo estaba en el bolsillo donde debía estar (qué estupidez, ¿quién iba a haberlo cambiado de sitio?) y salí de casa. Supongo que debido a que intentaba aparentar al típico hombre no-resacoso, caminaba con la cabeza más alta de lo normal, mis movimientos eran cien por cien slow motion, y casi me mato por un tramo de escalera. Cuando abrí el portal, descubrí que, o bien alguien hoy había encendido el Sol más alto de lo normal, o bien hoy la luz iba a molestarme mucho, porque se me derritieron las corneas. Buscando el coche me pareció que estaba aparcado bastante más lejos de donde yo lo recordaba, y eso que era en la misma calle. No es que estuviese más lejos, era por la slow motion, ya sabéis. Metí las llaves en la puerta al tercer intento, abrí, me senté a cámara algo menos lenta. Reflexioné un instante sobre si también iba a conducir a slow motion, y terminé concluyendo que era muy poco probable que el resto de conductores que me encontrase por la carretera se hubiese pasado también toda la noche bebiendo Bourbon, por lo que ellos conducirían a velocidad normal. Como ellos me ganaban en número, decidí comenzar a moverme a veinticuatro fotogramas por segundo, tomarme una aspirina de la guantera y arrancar el motor. Me puse en marcha.

Circulaba con la concentración todo lo a tope que podía tenerla. En esta ocasión lo que sonaba de fondo no eran Stearlers Wheel, sino el rugido de mis tripas a todo volumen agradeciéndome el desayuno a base de nada que acababa de darlas. Al cabo de un tiempo mi concentración tan solo se redujo a recordar las normas de tráfico, hasta tal punto que momentáneamente me perdí. Es decir, sabía donde estaba, pero descubrí al bajar de mi nube que no era la dirección correcta a la cafetería. Frené en seco, di un giro espectacular montándome en la acera, y volví sobre mis pasos por el camino correcto, intentando equilibrar dos conceptos tan dispares como los de no-quebrantar-las-normas-de-tráfico y tronco, -que-por-ahí-no-es.

Llegué por fin, a eso de las nueve, a la cafetería en cuestión. Había un pequeño revuelo a la entrada, en la calle, con un montón de ancianas diciéndole a otro montón de agentes de uniforme “yo lo vi todo”. Dos coches patrulla, mucho más de lo que esperaba para no ser un homicidio (sabía que no era un homicidio porque no se había acordonado la zona ni había gente del equipo forense). Eso lo reducía a quizás un ratero, lo cuál, unido a mi semi-resaca, mermaba casi casi por completo mi motivación policial. Aparqué junto a los otros dos coches patrulla, dejé la sirena encima del salpicadero para que mi coche pudiese ser identificado también como “de policía”, y busqué al jefe de esta otra manada.

Una de esas cosas que tiene la vida, y con las que a veces te recompensa, es que de vez en cuando se cambian las tornas. Digo esto porque gracias a Dios, y para alegrarme la resaca, allí estaba de jefe de la manada, ni más ni menos que… (redoble de tambor)… Thompson. El mismo Thompson que veinticuatro horas antes había dejado que se colase un fotógrafo a mi escena del crimen. El mismo Thompson que se cayó la boca cuando Mason fue corriendo al comisario Appleton para chivarse de mi teoría y así salvar su puesto de trabajo y de paso su culo cargándome a mi una bronca.

El mismo Thompson que ahora necesitaba mi ayuda.

No me sorprendió en lo más mínimo ver como un metepatas pasa de la noche a la mañana de ser – literalmente – el que lleva los cafés a la escena de un homicidio, a ser el que lleva la investigación de un disturbio (o lo que fuese, aún no lo sabía) a golpe de acusar compañeros. Lo que yo decía, que el mundo se dirige claramente a su destrucción.

Cuanto más me acercaba a Thompson, más agachaba él su cabeza y más erguía yo la mía. “Lo que me voy a reír contigo, chaval”, pensé. Junto a Thompson había otro poli, mayor que él y con cara de por-qué-me-da-órdenes-este-cretino. Tenía que ganarme a ese. Me terminé de acercar (tardé tanto por la gente que había entre medias), y con un tono muy chulo, dije:

–       ¿Qué ha pasado aquí? – casi nada.

Una pregunta corta, directa, sencilla y de las del manual. Una pregunta de las que sabe contestar hasta un novato como él. Una pregunta corta, pero que exige una larga, muy larga quizás, explicación. Si además lo preguntas con la entonación con la que lo preguntaría el mismísimo Terminator, pero con la cara con la que lo preguntaría Jay Leno, entonces tienes la batalla ganada. A ver a quién le cuadra esa mezcla de géneros. El niño-poli balbuceó la respuesta:

–       Un intento de agresión… con… con intimidación… Un tipo entró… aquí, y al cabo de un rato, sacó una barra de metal, y… bueno, y empezó a amenazar a la clientela con… –  intentó explicar él, juntando los retazos de respuestas que le había proporcionado el anciano club de las “Nosotras Lo Vimos Todo”. Me pareció mucho nerviosismo para ser simplemente un tipo con una barra de metal, así que supuse que estaba nervioso por lo que yo me pudiese cabrear con él por lo del día anterior. Opté por aprovechar mi ventaja con una bordería:

–       ¿Y? – le interrumpí.

–       Me gustaría que interrogases a los testigos tú también – osó a decirme.

Aquello ya era lo último. Y digo lo último porque no hay una palabra mayor, pero si existiese la usaría, ya que esto estaba mucho más allá de donde quiera que estuviese “lo último”. Contesté:

–       Sí, bueno, verás, me encantaría, pero tengo por costumbre no ayudar a los chivatos hijoputas que filtran a fotógrafos de la prensa y hacen luego la vista gorda inculpando a compañeros – claro y directo.

–       Mira, no voy a volver a picar, yo protejo mi espalda y tú proteges la tuya… – dijo él, no sé aún a cuento de qué.

Este es el momento en donde el morro supera a la ficción. Donde la caradura llega, como diría William Shatner, “donde ningún hombre y ninguna nave ha llegado jamás”. La última frontera. Actuaba de esa manera, a mi parecer, por lo que se le intuía entonces a Thompson como un doble miedo (y quizás también vergüenza): El miedo que me tenía a mí – el que más me gustaba – y el miedo a meter la pata y que le comisario se mosquease con él por haberle dejado a la cabeza de un caso sencillo y cagarla. Cagarla mucho. En resumidas cuentas, actuaba así por la que podía venírsele encima. Por eso necesitaba mi ayuda.

Ya sé que no me pega lo que voy a decir ahora, pero me movía en parte la curiosidad, no lo negaré. Pensé que si el chaval tenía el rostro fabricado a base de un material tan duro como para o bien rayar el diamante o bien pedirme favores después de lo del día anterior, a lo mejor, o a lo peor, merecía la pena colaborar. Este es el clásico pensamiento para justificar mi curiosidad.

Qué raro, ya no tenía ni gota de la resaca.

–       ¿Para qué me has llamado? – le dije.

–       Haz interrogatorios, al camarero, a ver qué adivinas – me contestó. Ahora parecía la leche de sereno.

–       Tío, que no tengo tiempo para juegos idiotas ni…

–       ¡Tú interroga al camarero! – y ahora sí que se volvió a poner nervioso, y toda la serenidad de hace treinta segundos se marchó de vacaciones a la porra. Cuando la gente que no grita jamás se pone a gritarte, pasa algo.

Y eso hizo que me interesase aún más.

–       Dame tus notas – le ordené. Me refería a las notas de las “yo-lo-vi- todo”.

–       Aquí están, pero estas son sólo las de la clientela. Tu ve a por el camarero y…

–       ¡Joder, Thompson, tú y tu puto camarero!¡Dame las notas y déjame leerlas, y ya te ayudaré como pueda! – le interrumpí (y le grité, porqué lo mismo se pensaba que él era el único que sabía gritar).

Manso como un corderito de algodón de azúcar me dio las notas y dijo algo parecido a “lo siento”, no le oí bien porque hablaba mirando al suelo. Le prometí interrogar al camarero. En el fondo soy un blando. Colateralmente, me hice el jefe de la manada una mañana más con aquello de los gritos.

Leer aquellas notas fue sumamente interesante por dos motivos. Primero, porque descubrí que Thompson tiene letra de niña. Segundo, porque o todas esas señoras vivían en universos paralelos, o alguien – quizás todas – mentían. O quizás Thompson tomó mal la declaración a las señoras, pero confié en él en ese aspecto, vete a saber por qué. Sus declaraciones eran demasiado dispares, para algunas había pasado una tontería y para otras había sido el mismísimo Jack el Destripador quien las amenazó con aquella barra de metal. Solamente una cosa coincidía, la descripción del asaltante. Así que de eso fue de lo único que me fié.

Un momento…

¿Tanto rollo con “interroga al camarero, interroga al camarero” y no hay notas de la declaración del camarero? Aquí había algo que no cuadraba. Así que volví derechito a Thompson, a saber porque no llenó el hueco más importante, según él. Tras la pregunta, me contestó:

–       Es que es imposible que esté diciendo la verdad, por eso quiero que le interrogues tú.

–       Eso es incompetencia, incompetencia por tu parte, chaval. Si no eres capaz de hacerlo solito, a mí no me…

–       Pregúntale, tú hazme caso, aunque sólo sea esta vez en toda tu vida – me cortó.

Tal alegato volvió a enternecerme. De hecho, no sé si Thompson lo hizo adrede, pero consiguió que yo también me interesase en saber qué demonios tenía el camarero que decir al respecto. Tenía que ser revelador, pero no una revelación cualquiera, sino una revelación de las del tipo Luke-yo-soy-tu-padre, por lo menos. Así que cogí al otro poli que no era Thompson, y entré en la cafetería.

La cafetería era la típica estilo años 50, con un gran mostrador cercado de taburetes, con la cocina detrás, donde el camarero pasa las notas de pedidos, muchas ventanas al exterior con sus respectivas mesas con vistas a la calle (y aquella era una calle muy agradable para ser vista bebiendo café), y algunas mesas más repartidas por el centro del local, frente al mostrador. Los colores predominantes del lugar eran el blanco y el crema, seguidos del rojo de la tapicería de asientos y taburetes. Daban ganas de pedir una leche malteada y cantar canciones de Grease. Sonaba, viejo y rancio como él solo, “Delia” de Blind Willie McTell en un hilo musical que salía de vaya usted a saber donde, seguramente de alguna vieja Jukebox. El camarero tenía una cola de clientes larguísima, pero no hay cola que se le resista a uno cuando deslumbras al bar entero con la placa. Cuando yo y el otro poli (de nombre aún desconocido) llegamos al mostrador, el tipo con el que tanto tantísimo quería Thompson que hablase no parecía ni molesto, ni asustado ni, en resumidas cuentas, nada que denotase sentimientos humanos. Es más, al llegar hasta él, nos asaltó con un “Buenosdíasquedesean”, de lo más soso y robótico que he oído  en mi vida. Demasiado tranqui como para haber presenciado algo tan importante. Quizás no supiese que era tan importante, pensé yo. Le corté rápido, empotrándole la placa en la nariz – en sentido metafórico, por Dios –  y contestándole “un café con leche y una nube de información, por favor”, a lo que él respondió quedándose mudo y diciendo “Sí señor”.

Le dije que teníamos que hablar con él de un asunto que se le había pasado por alto a nuestro compañero – véase Thompson -, y le hicimos sentarse en una de las mesas con ventana. Mi compi y yo le hicimos que sudase un rato. No por nada, pero estaba claro que tenía complejo de culpa por algún motivo que desconocíamos aún. Empezó a explicarnos que “él no quería y que ojalá nunca lo hubiese tocado”, a lo que nosotros reaccionamos mirándonos. Tras pedir un café a otra camarera de por allí, le pregunté que a qué se refería, a lo que me dijo:

–       Al hombre del periódico. Yo no sabía quién era en realidad, pero parecía sospechoso, de verdad…

–       ¿Y? – segunda vez que lo preguntaba en lo que iba de mañana.

–       Pues que debí haberles llamado a ustedes, ya lo sé, pero Martin y yo reaccionamos como dos idiotas… – dijo él.

–       No lo dudo. Pero cómo se llama usted y quién es Martin, para empezar – le corté. Me trajeron el café. Ya era hora.

–       Martin es el cocinero, y mi nombre es Joseph, Joe si prefieren – todo esto se lo preguntaba para que mi compañero, que tomaba notas, lo hiciese constar en el informe.

–       Yo me llamo Hamilton, teniente Hamilton, y mi compañero…

–       Agente Perkins – dijo, gracias al cielo, porque si tenía que decirlo yo…

–       Eso. Díganos, lo más claramente posible, que ha pasado aquí esta mañana – le dije.

–       Pues verán, nada más abrir, a eso de las siete de la mañana, un tipo de unos treinta y tantos años entró, se sentó en una de aquellas mesas y espero a que llegase la camarera. Estaba bastante desorientado y mal aseado, como si llevase varios días por la calle. No era un mendigo, pero parecía un atracador, el típico que te pide lo que hay en la caja a golpe de recortada y se va, ¿entienden? – yo asentía cada cuatro o cinco frases, para hacerle ver que me enteraba de lo que decía y de paso que se creyese que no me aburría. Siguió diciéndonos: – Así que fui a ver que quería, porque llevaba sentado como un cuarto de hora. Pidió pastel de manzana y una taza de café, sin mirar la carta ni nada; menos mal que si tenemos de eso, así que di el pedido a Martin. De golpe, mientras atendía a otro cliente, éste me dijo que si ese tipo no era clavadito a uno que salió ayer en el periódico. A mí llevaba un rato sonándome su cara, y se lo comenté a Martin cuando me dio el pedido del tipo sospechoso. Estaba nervioso, y todo parecía alterarle.

–       ¿Cómo era físicamente? – le pregunté, antes de que enrollase tanto en lo que hizo que se le olvidase decirnos cómo era físicamente.

–       Pues era moreno, alto, con barba de tres días, o de cinco más bien, llevaba una gabardina vieja que dejó en el asiento, cuando se sentó, e iba muy despeinado. Pues como les iba contando, agentes – el tío ya se había soltado la lengua -, aquel tipo nos pareció sospechoso a Martin y a mí. Entonces Martin me lo dijo: es el tipo que había muerto según el periódico el día anterior. Pero no estaba muerto, estaba ahí sentado…

–       Espere, espere, espere – tuve que frenarle, porque o le frenaba o le escupía el último sorbo de café a la cara -, ¿me está diciendo que un tipo que según  el periódico murió, vino a festejar su primer día muerto viniendo a desayunar a su local? ¿Y cómo está tan seguro de que era ESE muerto, y no sólo se parecían?

–       Porque él llevaba el recorte de la noticia en el abrigo, mucha coincidencia, pensamos Martin y yo.

–       ¿Y como supieron que llevaba el recorte? – pregunté. Su cara cambió a la que tenía nada más sentarnos allí. Hubo un gran silencio. Y entonces…

–       Le registré el abrigo cuando fue al servicio – sinceramente, ni más ni menos.

–       ¿Pero por qué? – le dije yo.

–       Por si tenía un arma o algo así. Verán, ya sé que les sonará ridículo, pero Martin y yo nos asustamos bastante con el comportamiento de aquel tío, y nos pareció lo mejor en ese momento…

–       Sí, ya, claro. La próxima vez, dejen de jugar a los Ángeles de Charlie usted y su amigo, y llamen a la poli – le increpé. A Perkins se le escapó la risa.

–       Eso hicimos – dijo para defenderse.

–       Sí, pero cuando les amenazó con… – lo busqué en las notas de Thompson – una barra de metal. Por cierto, ¿por qué les amenazó?

–       Cuando salió del baño, pagó, se puso el abrigo, y, cuando estaba a punto de salir, montó en cólera, sacó la barra de acero y amenazó a la clientela y  a los empleados.

–       Pare un momento – le interrumpí otra vez -, ¿descubrieron un recorte de periódico y no pillaron una barra de metal? ¿Cómo es eso?

–       Sólo le miramos un bolsillo, ni siquiera levantamos el abrigo, salió rápido del baño. La barra ni la intuimos. Cuando hizo eso, activé la alarma silenciosa de debajo del mostrador y huyó en cuanto oyó las sirenas a lo lejos.

–       Vale, vamos a suponer que le creo. Y como vamos a suponer que le creo, ahora llamaré a un dibujante para que le ayude a  hacer un retrato robot del agresor. Ha sido usted muy…

–       No, no, no se moleste, la cámara le grabó.

–       ¿La qué? – dije desde el asombro propio del público de David Copperfield.

–       La cámara de vigilancia – dijo, señalándome hacia el letrero de cristal de los precios de detrás del mostrador. Es entonces cuando me fijé en que la “o” de la palabra “descafeinado” no era tal “o”, sino el objetivo de una cámara de circuito cerrado de televisión.

–       ¿Y cuando pensaba decírnoslo?

–       Ya se lo dije al otro agente – me contestó, señalando a Thompson a través de la ventana, que estaba en la calle. Debía de estar acercándome a lo que quería que me contase, así que seguí.

–       Pues lléveme a ver esa grabación.

Nos levantamos de la mesa, dejando mi café a medias, y nos llevó a la típica habitación que hay en todos los locales, esa habitación en cuya puerta hay un letrero que pone “PRIVADO”. Leyendas urbanas se han escrito en torno a esa habitación y su letrero. Pues que sepáis que, además de una tele pequeñita conectada a un vídeo “Somny”, lo único que había allí era una fregona con su cubo, un taburete y un calendario de 1976. Demasiadas cosas para dos metros cuadrados, creo yo.

Tuvimos que asistir a la proyección “matinée” de la peli de la grabación de vigilancia desde fuera de la habitación, porque allí solamente cabía el camarero para darle al play. 3, 2, 1, león de la Metro… Ya empieza… Se ve la entrada de la cafetería… No pasa nada durante aproximadamente cinco minutos…Muy aburrido… Entonces entra alguien…

Dios mío… No puede ser…

Señoras y señores, damas y caballeros, estaba viendo entrar en la cafetería al muerto de la 304, un día entero después de su muerte. Quiero decir que un tío al que habíamos hecho la autopsia unas horas antes, y que ya habíamos mandado llamar para que se lo llevasen al tanatorio – para que la familia o cualquier otra clase de ser vivo que conociese lo enterrase, o incinerase, o lo que sea -, estaba entrando en un bar a desayunar.

Ese tipo estaba VIVO. Lo escribo en mayúsculas, negrita, cursiva y subrayado. Y si pudiese escribíroslo con rótulos de neón, lo haría. Lo único que se me ocurre decir al respecto ante tal visión, es que eso no es normal

Por eso estaba asustado Thompson. No de meter la pata con este caso, ni de Appleton, ni de mí, ni del Hombre del Saco. Estaba asustado porque, sinceramente, da bastante cosa ver desayunar a un muerto. Y de eso es de lo que estaba asustado yo en ese momento. Cuando mi cerebro reaccionó, hablé:

–       Una copia – le dije al camarero. Mi cerebro no atinó a decir más.

–       No tenemos copia – me respondió.

–       Pues te has quedado sin ella. Perkins, etiquétala y llévamela al despacho – ordené.

–       Sí señor – me dijo Perkins.

Debido al shock que me provocó ver aquella grabación, creo que puedo afirmar que salí de aquel sitio retomando la slow motion, y con cara de imbécil. Al salir a la calle, la mirada de Thompson y la mía se cruzaron. No fue romántico, que nadie vaya a pensarse lo que no es. Su mirada decía:”¿Lo ves?”, y la mía debía de decir algo del tipo: “Oh, my God! I can’t believe it!”, o algo por el estilo; no lo sé seguro porque no me pude ver la mirada. Me dirigí a Thompson y muy cerca y en susurros, le dije:

–       Vale chaval, supongamos que confío un poquito en ti ¿Qué sabe el “comi” de esto? – le pregunté.

–       Ni una palabra – me respondió.

–       ¿Y nadie más, a parte de Perkins?

–       Nadie.

–       Pues vamos a intentar que siga así hasta que te avise con que le hagas el informe. Voy a comisaría a visionar la grabación, si te preguntan, tú dales largas. ¡Ah, sí! Una última cosa. Si por el motivo que fuese, hubiese algún tipo de filtración, no dudaré en ir a por Perkins y a por ti, y no necesariamente en ese orden, ¿ha quedado claro? – le amenacé.

–       Como el agua – me dijo, ligeramente asustado, bien por mí, bien por la gravedad del asunto, tanto da.

Nos despedimos, salté dentro de mi coche (ventajas de los descapotables), y me dirigí a toda pastilla a mi oficina.

Una vez estuve en Las Vegas. No en los casinos, sino viendo espectáculos. Acróbatas en motocicletas sobre rampas, musicales, Tom Jones… Ese tipo de cosas. Recuerdo que una noche, en un espectáculo de magia, el ilusionista en cuestión – “El Gran Armando” o algo así, no lo recuerdo bien porque los nombres artísticos de esta gente me parecen todos iguales – hizo un número increíble: para empezar, una ayudante le trajo un gran saco lleno de pelotas de ping pong, varias de las cuales dejó examinar a numerosas personas del público, demasiadas personas como para estar todas compinchadas con él. Acto seguido las recogió. Una cadena bajó del techo y enganchó la bolsa de pelotas a ella, la cuál elevó el saco unos tres metros de altura. A su orden, la bolsa se abrió, y cientos de pelotitas de ping pong empezaron a botar y rebotar por todo el escenario. Fue entonces cuando, súbitamente, cayó el telón y volvió a alzarse en lo que a mí me pareció menos de un segundo, mostrando que las pelotitas habían desaparecido. El mago nos dijo en ese momento que fuésemos tan amables de mirarnos dentro de nuestros bolsillos. Todos los que estábamos allí teníamos una de las pelotitas de ping pong en el pantalón o en la chaqueta. Simplemente, fue un número muy bueno, de verdad.

Lo siento Armando (o como quiera que te llamases), pero lo de esa mañana fue mucho más espectacular.

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El hombre Deja-vu. Capítulo 04: En la madriguera del pies planos

Conducía lentamente por Lake Avenue, aunque más que conducir se diría que paseaba en el coche. Tan despacio que abuelas en silla de ruedas me pasarían por el lado de largo. Intentaba distraerme, tomarme un respiro, pero no funcionó. De hecho me atrevería a afirmar que pensaba más en ello. Todo me recordaba a eso. O me estaba enamorando del caso o me estaba obsesionando con él. Va a ser que no era lo primero.

Di tantísimas vueltas que me quedé casi sin gasolina. Aproveché las últimas gotas que quedaban en el depósito para llegar hasta la gasolinera. Quedaba bastante llamativo un Cadillac del 59, descapotable y rojo como un fresón en la gasolinera del barrio, como gritar en una biblioteca, así que me hubiese gustado irme rápido de allí. Digo “me hubiese gustado” porque tuve que bajarme del coche a comprar tabaco, para colaborar con el amigo Phillip Morris. No es que tuviese que bajar en plan obligación, nadie te obliga a fumar,  pero es uno de esos malos hábitos que tienes de joven, como lo de comprar coches retro. Cuando dejé el coche al lado del surtidor, un mozo salió como si su vida dependiese de que mi depósito estuviese lleno. Le dije que Súper sin plomo, y volé hacia la tienda. Era enana, lo único que destacaba allí era un refrigerador de hielo en bolsas y una máquina de cafés, el resto había que pedírselo al dependiente, un crío de diecialgo con un acné bastante considerable. A decir verdad, era el mejor acné que había visto desde el instituto. Aquel chaval sacaba los artículos que le pidieses de detrás de su mostrador, como si en vez de tabaco pidieses palomas y en lugar de mostrador tuviese un sombrero de copa. Compré dos paquetes de Camel, para evitar volver hasta, por lo menos, que tuviese que repostar de nuevo. Ya de paso, compré el periódico de la tarde, para ver con qué rapidez funcionan los “mass media” hoy en día. Recé por que fuese con la misma rapidez que los galápagos. Pero me equivoqué, una vez más. En la esquina inferior derecha de la portada venía: “Asesinato en Craddle, la policía desorientada”.

Cuando salí de la tienda de la gasolinera, descubrí que mi coche ya estaba con el depósito lleno, que el mozo había dejado el coche solo, y que algún mamón le había hecho un arañazo en la puerta del co-piloto. Monté en cólera, pero no sólo por el arañazo, el arañazo fue la gota que colmó el vaso. Estaba frustrado, lo pagué con el chaval del mostrador de la tienda de la gasolinera. Frustrado por las prisas, veinticuatro horas. Necesitaría algo así como quince mil horas más para dar con algo, teniendo lo que tenía en aquel momento. Así que como no encontré al mozo, entré otra vez y le eché la bronca al “niño” del mostrador de la mini-tienda. Cuando le empezó a temblar la voz a causa de mis berridos, monté en mi coche y salí de allí recto hacía mi apartamento.

Mientras buscaba dónde aparcar, asomaba la cabeza por la ventana y bajé volumen de la radio. Es ese comportamiento idiota que, aunque tú también sabes que lo es, lo haces: no entiendo la correlación entre aflojar la radio y encontrar plaza de parking. Al fin lo hice, y cerca de mi portal; algo bueno después de todo. No es una alegría tan grande como que tu equipo gane la liga de baseball, pero una alegría pequeñita. Un triunfo personal.

Comenzaba ahora lo que yo llamaba las “rondas de mensajes”. No era un gran nombre, un nombre de no-pensar, pero qué demonios, era un nombre que sólo usaba para mí, nadie iba a oírlo.

La “primera ronda” empezaba en el buzón de casa. Abrí el portal con la viejísima llave que heredé hace lustros del anterior propietario, y este me respondió con el asqueroso chirrido con el que me contesta todas las noches y fui a mirar mi correo. Maldita Era de Internet. Había tres cartas: una del banco, una de un sistema de ventas piramidal y la última a nombre de un tal Mr. Mortimer McRichardson, que remitía Sotheby’s. Escapaba a mi comprender cómo era posible que tan distinguida carta dirigida a tan Ilustrísimo destinatario (por lo menos el nombre era de lo más pomposo, por no decir pedante) podía haber acabado en el buzón del bloque de pisos más viejo, y de aquí a diez años cutre, de la parte noreste de la ciudad. Miré lo que ya sabía en el resto de buzones de la pared: que el bueno del señor Mortimer no era vecino mío. Me quedé con el sobre para leerlo y evadirme con la vida ajena si me atascaba en el caso. Sé que es delito hacer eso (recuerdo que soy poli), pero no creo que ni Mr. Mortimer, ni muchísimo menos Sotheby’s cobrasen venganza contra mí.

Por lo menos no había ninguna factura entre el correo.

Subí andando hasta mi piso, en el segundo (no sé por qué estas escaleras sí que las subía siempre andando aún sin proponérmelo), y entré. La primera sensación que tienes al ver mi apartamento es que está ordenado, pero desengáñate, esa sensación te dura un segundo treinta y dos milésimas, aproximadamente. Lo parece porque es monocromático, pero al momento descubres la debacle: pilas de libros por el suelo, camisas y más camisas amontonadas en torno a una tabla de planchar, un enorme reloj de pie al lado del televisor (de frente, según entrabas), un piano junto al balcón, un sofá muy grande para ver la tele, librerías sin libros (estaban apilados por el suelo), y un tocadiscos antiguo en el lado que resta de la sala. No tenía cuadros, no me gustan. Para tener el típico cuadro de caza de la jauría de perros atacando a un ciervo, mejor dejar la pared como estaba. Y todas ellas empapeladas de marrón. A mí no me gustaba, órdenes del casero.

Pero antes de llegar al salón, había un recibidor (no sé a quién le podía gustar que le “recibiesen” así), donde tenía unos ganchitos atornillados detrás de la puerta para dejar abrigos, y un mueble pequeño con dos cajones, el cual llegaba a la altura de la cintura, en cuya superficie tenía un teléfono (el mismo que me despertó a las cuatro y media), un contestador y un cuenco en el que dejaba llaves, o manojos de llaves más bien, y que vaya usted a saber que maravillas abrirían aquellas llaves, yo no iba a ponerme a descubrirlo. Dejé allí encima la carta de Sotheby’s.

Allí, en aquel mueble, se producía la segunda “ronda de mensajes”, en el contestador. En el lector de la maquinita ponía “03”. No hacía falta ser físico nuclear para darse cuenta de que me habían llamado tres personas mientras estaba fuera:

–                    El primer mensaje (como no) era de mi madre, nosequé de que la tía Augustine la llamó para decirle que el sábado siguiente el tío Graham nos invitaba al campo, porque hacía barbacoa con motivo del aniversario de las Bodas de Oro de FIN DEL MENSAJE. Gracias a Dios. No es que no quisiese ir, pero no creo que pudiese. Cuatro muertos ganan a barbacoa, como el papel a la piedra. Aunque seguro que mi madre, por muy mayor que fuese yo ya, me regañaría. No se sentía orgullosa de que antepusiese “cosas de polis” a la comida familiar. Aunque ninguna madre esta orgullosa de que su hijo sea un madero. Estaba convencido de que cuando las amigas de mi madre le preguntaban que a qué se dedicaba su hijo, seguro que ella decía que era proxeneta. Lo que sea antes que poli.

–                    El segundo mensaje era de mi casero, que no me retrasase con el pago. Muy amable mi casero.

–                    El tercer mensaje era de mi madre, que por qué no la había llamado aún para lo de lo del tío Graham.

Como se puede apreciar, carecía totalmente de vida social. No es que me preocupase en exceso, y más a mis cuarenta y lo que sean, pero no están de más un par de amigos un sábado por la noche.

El piso estaba tal y como lo dejé antes de irme hacia la 304, en Craddle con la Octava, con la cama sin hacer y los restos de la cena de la noche anterior sin tirar a la basura. Pero teniendo en cuenta que las sobras de la cena eran dos cuencos de cartón del restaurante chino de dos calles más abajo, y que la cama… bueno, yo soy de la opinión de que una cama recién hecha es de las cosas más incómodas que te puedas echar a la cara. Mirándolo así, todo estaba “en orden”.

Fui a ducharme, estaba tenso y las duchas me calman. Cuando pasaron lo que yo creí que eran veinte minutos, pero que en realidad fue casi una hora (rondaban ya cerca de las diez y media de la noche), llamé al restaurante chino otra vez. No tengo ni idea de cocinar, el microondas aún no entraba en mis planes, y admitámoslo, joder, la comida asiática está buena. Menos el sushi, eso lo odio. Pescado crudo; ¿qué es lo próximo, canibalismo? Pero eso es japonés, yo como chino. Con rollitos y cerdo agridulce me vale. Cuando llegó el mensajero del restaurante, le pagué en calderilla,  y cené rápida e intranquilamente (el tiempo se me echaba encima).

En cuanto acabé de comer, dejé los cuencos al lado de sus otros hermanos cuencos, me senté en la banqueta del piano con un vaso de Bourbon y empecé a “hacer que tocaba”, porque no tenía ni la más mínima idea de donde estaban las teclas del LA o del RE. Sí, otra chorrada que me compré, como el coche, pero esta vez la chorrada era inútil del todo. Cuando terminé de destrozar la afinación del piano, me dirigí al tocadiscos, puse a Bobby Womack como me prometí, y sonando “Across 110th Street”, me senté en la banqueta del piano, que todo sea dicho era muy cómoda, lo mejor del piano, y allí, muy al rollo Blade Runner, con los informes y fotos policiales donde debería haber partituras, y me zambullí de lleno en el caso:

A los asesinos les mueve o les motiva un móvil, eso es de primero de Detectives. Creía que con lo que hacía el beneficio que obtenía era psicológico. Suponía por tanto que estábamos ante un asesino en serie. No uno normalito, sino uno de los que anotan a mano sus paranoias en cuadernitos de tapas azules de cartón. Quizás incluso de los que creen que le están haciendo un bien a la sociedad limpiando el mundo de escoria y todo ese rollo. Por la pipa lo mismo sí que fue militar, eso ha podido hacer que se le fuese la cabeza y pensase en lo de la “limpieza social”. Puede ser un sociópata o alguien con delirios mesiánicos. Si era cualquiera de esas dos cosas, en ambos casos, estaba jodido.

Necesitaba saber de quién demonios era la bandeja de la pared de la 304, qué apellido había inscrito en la heráldica. En laboratorio son unos vagos, así que mínimo hasta mañana no me dirían nada. Me quedan trece horas para llevarle pruebas a Johnny y esos con calma.

Ni el informe balístico ni la prueba de la edad del último fiambre eran buenas pruebas para que me diesen la razón, pero admitámoslo, el hecho de ser las únicas sólidas las hacía buenas. Tendría que presentar eso. Ahora solamente tenía que ver cómo lo adornaba para que dijesen que valía, me aplaudiesen, resolviese el caso y le pusiesen mi nombre a un ala del edificio. Diría que un tipo con semejante arma es alguien serio, un asesino con el arma modificada. Eso además indica que conoce lo de la estriación, y por extensión, los métodos policiales. Los restos de formol en la víctima y que podemos demostrar que no murió en la 304, sino antes, afirmarán que tratábamos con Satán en persona.

De hecho, esto me llevaba a otra opción sensata – yo diciendo cosas sensatas, si me oyese mi madre -, que además no invalidaba apoyarme en la autopsia de hoy: hacerle una corrección del informe que le presenté por la tarde. Para venderle la moto, más que nada.

Por último, tras llegar a esa conclusión, leí el periódico. La noticia ocupaba casi la totalidad de una de las páginas de la sección de sucesos. Mason y “Robocop” salían detrás del cuerpo, a mi se me veía de espaldas, iluminado por el flash. Podía vérseme a mí gritándole a Mason. Y en el centro, tumbado bocabajo, nuestro amigo, con el charco de sangre claramente formado a su alrededor. Le noticia decía, si la leías con detenimiento, que “un joven de unos treinta años había sido hallado muerto en su domicilio de la calle Craddle con un disparo en la espalda. La policía se negó a hacer declaraciones, negando el derecho a informar de nuestros reporteros. Una vecina de la víctima fue la que avisó a la policía, pero tampoco hizo declaraciones para este rotativo. Se cree que fue todo debido a un robo, pero fuentes informan que puede tratarse de un asesino que…”

Oh oh. Alguien se estaba portando mal. Alguien que había hablado con la prensa. En ese momento me moría por saber cómo de sobornable era Thompson. Pero que Asuntos Internos se encargase de averiguar eso, y así,  mientras descubría de donde venía la filtración, estarían entretenidos y me dejarían en paz. Ya vería cómo despistaba a los Federales…

Mirándolo por el lado bueno, esto me ayudaba a presionar a Johnny para abrir mi investigación.

Mientras iba a cambiar de disco (porque Bobby se había callado como hacía unos veinte minutos), me preguntaba si mi asesino estaría matando otra vez en ese momento. Era una mierda de pensamiento, ya lo sé, pero tampoco es que tuviese la cabeza muy lúcida tras veintidós horas sin pegar ojo.

Empezaba a distraerme con tonterías, me costaba concentrarme. Oí un ruido en la calle. Me asomé al balcón y vi la chorrada más grande que había visto en dos o tres meses: un Volkswagen escarabajo estaba haciendo un aparcamiento rarísimo. Rebotaba entre el coche que estaba estacionado delante y la furgoneta de detrás. Rebotaba y rebotaba. Una y otra y otra vez. Primera y marcha atrás, primera y marcha atrás. Un entretenimiento no muy bueno, de lo más normal, por lo menos desde mi papel de público. Supongo que al conductor (o conductora, no se veía ese detalle bien desde mi “grada”) le parecería la cosa más divertida sobre la faz de la Tierra, por la clarísima y descomunal cogorza que llevaba. Bueno, no es malo, siempre y cuando no lo haga contra un Cadillac rojo descapotable del 59. Ya tenía bastante con mi nuevo y flamante arañazo en la puerta de co-piloto…

Entonces lo vi. Me di cuenta de lo que me estaba pasando. Yo estaba haciendo lo mismo: rebotar. De idea en idea. El asesino en serie era el coche de delante y lo del informe balístico era la furgoneta. Necesitaba despejarme.

¿Sabéis eso que sale en las pelis de polis? ¿Cuándo el protagonista está en mitad de un caso tiene todo en su contra, y el comisario, un tipo con malísima leche, le dice algo del tipo: «¡Joe, tienes veinticuatro horas para resolver el caso o te vas a la calle!”? Luego el tipo lo resuelve, mata al malo, venga algún trauma de carácter personal y se queda con la chica. En veinticuatro horas. Vamos, que parece que a la poli la presión le viene bien para hacer justicia. Bien, pues a la poli, o a la poli del cine, no lo sé, pero a mí me va como un tiro en el estómago. Y en el fondo ya lo tenía: cuéntale a Johnny la verdad, es un caso raro, le parecerá hasta interesante lo de la edad, quizás llame a los federales, que es una cosa que le encanta, y sanseacabó. Es posible hasta que me sacase del caso, cosa que no me haría especial ilusión, pero descansaría de treinta días de locura. Ya estaba bien de rebotar.

Cuando llegó un coche patrulla y sacó al chico del improvisado auto de choque (sí, al final era un hombre el que conducía), y tras un faro delantero de furgoneta y un parachoques de Volkswagen menos en el mundo, arrestaron al chaval. Se me acabó el entretenimiento. Me volví al salón.

Me serví otra copa de Bourbon, – “la última de la noche” me prometí -, y seguí buscando qué disco poner; ya decidí no dormir. Llega un momento en el que si ya no me duermo, podría estar despierto mil noches. Me decanté por “Bird Gurlh”, concretamente. Paseé por la casa, con el vaso en la mano. No es que mi casa fuese grande como Buckingham Palace, pero me permitía dar paseos.

Pasé entonces por delante de la puerta de mi dormitorio, lo que mi madre llamaría (y talmente lo parecía) una leonera. Lo describiré de dos maneras, primero cómo debería ser y segundo cómo lo tenía:

–                    El dormitorio era como la mitad del salón en cuanto a su tamaño. Había una pequeña puerta al lado de la cama que te conducía hasta el único cuarto de baño de la casa. En el centro, la cama, de edredón grueso y blanco, con dos cojines a juego. Era una cama de matrimonio, porque me gusta estirarme cuando duermo, y me muevo bastante, así que tenía dos mesillas de noche pequeñas a cada lado, con una lamparita encima de cada una de ellas. En el cajón de la mesilla de la izquierda no guardaba nada; en el de la de la derecha había dos paquetes de cleenex, una caja de tiritas y un libro de Ken Follet, ahora no recuerdo cuál. Enfrente de la cama tenía un armario donde guardaba, obviamente, mi ropa, ropa de cama, varios archivadores con mis antiguos casos cerrados, el kit de limpiar mi revólver y varias cajas con fotografías.

Así es como debería ser.

–                    En realidad, a parte del tamaño y la distribución de los muebles que acabo de describir, no tenía nada que ver. La cama tenía sobre ella un amasijo de mantas y una ensalada de sábanas, una rara escultura que bien podría estar expuesta en el MoMA de Nueva York, forjada con el tesón de no hacer la cama en una semana. En los cajones de las mesillas, estaban en el de la izquierda las páginas amarillas (no sé por qué las puse allí, siempre estaba con la cantinela de que las llevaría al recibidor) y en el de la de la derecha cleenex y más cleenex fuera de sus paquetes, las tiritas hace meses que se acabaron, y el libro de Ken Follet debía de estas entre las pilas del suelo del salón, porque hacía tanto que le perdí la pista que ya ni me acordaba del título. El armario prácticamente vacío de ropa (estaba en la tabla de planchar), la ropa de cama en el tinte, los archivadores de mis casos estaban debajo de mi cama y las fotos sí, en su sitio.

No es que viviese en una especie de estercolero, que nadie piense mal. Todo estaba muy limpio, simplemente había desorden. Es imposible ser poli y “ama de casa”. Y tampoco es que tuviese que preocuparme de recibir muchas visitas (o sólo una). Una vez contraté una señora para que me limpiase el piso, era una mujer muy mayor. Oía poquísimo, veía menos aún. Y limpiaba exactamente en la misma cantidad en que ensuciaba. Decidí que yo solito podía tener la casa igual de mal, pero gratis, de modo que la despedí. Bueno, la “despedí”. Quiero decir que no soy tan malo como para echar a la calle a una señora de más de 65 años. Le di 500 dólares y hasta luego.

De vuelta del paseo por la casa, vi en el recibidor la carta de Sotheby’s. Era un momento estupendo para tumbarme en el sofá y leer qué había adquirido el señor Mortimer. Me esperaba un cuadro, una armadura, quizás una escultura antiquísima…  Me tumbé y abrí el sobre. Me equivoqué. Mr. McRichardson había adquirido, por la nada despreciable cifra de dos millones de libras, un mechón de cabello de uno de los ayudantes de cámara de Otto von Bismark. ¿Qué se puede hacer con pelos de un muerto, colocarlos en un frasquito en una balda de un estante de la cocina? ¿En el de las especias tal vez? No el pelo de un muerto célebre, sino el pelo del lameculos de un muerto célebre. ¿Valía en serio dos millonazos de libras? Aquel tipo no tenía ni nombre. Dios mío, Sotheby’s debe de ser la mayor tapadera del mundo. Seguro que celebran peleas de gallos en el sótano. O financian el terrorismo con el dinero que sacan vendiendo pelo de muertos a escoceses ricos. Aunque los Picasso’s que subastan creo que son auténticos…

No sé exactamente en qué momento me quedé dormido, pero no debió de ser durante mucho tiempo, una media hora, hasta que el teléfono volvió a despertarme. Esta vez el teléfono me quedaba más cerca que la anterior. Tiré al suelo lo que  quedaba de la copa de Bourbon debido al sobresalto del timbre, y corrí hacia el recibidor.

–                    ¿Dígame?

–                    ¿Teniente Hamilton? – dijeron; esto ya lo había vivido.

–                    ¿Qué ha pasado? – contesté.

–            Ha habido una llamada de emergencia desde la cafetería que hay en Wavage, solicitan su ayuda allí, señor.

–            Voy de inmediato – y colgué.

A mi extraña sensación de “déjà vu” se le sumaba el hecho de que me llamasen para “solicitar mi ayuda”. Eso me sonaba a “Houston, tenemos un problema” y ni idea de cómo solucionarlo. Esa cafetería estaba en mi jurisdicción, así que si sólo era eso y el caso no era para mí, es que no habían matado a nadie. Como si no tuviese suficiente con lo mío, a saber qué tripa se les había roto ahora.

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El hombre Deja-vu. Capítulo 03: En la morgue

CAPÍTULO III: EN LA MORGUE

Bajé por las escaleras que dan a la morgue como un niño baja las escaleras hacia el salón la mañana de Navidad, a ver que sorpresa le han dejado. No hago este símil intentando dar a entender que bajaba por aquellas escaleras con ilusión. Eso sería decir que estaba muy enfermo de la cabeza. No es que a nadie en su sano juicio le haga especial entusiasmo rodearse de tipos muertos (en su mayoría de variadas formas horribles), en una sala tenuemente iluminada, y a dos o tres grados centígrados. Me estoy refiriendo a que bajaba por aquellas escaleras con incertidumbre, sin saber si Santa Claus me habría dejado todo lo que le pedí en la autopsia al tipo de la habitación 304. Santa tenía que saber que me había portado bien.  Más o menos. Lo suficientemente bien como para que me dejase un par de pistas allí. A los otros tres cadáveres no nos dejaron hacerles la autopsia, bien por temas con la familia, bien por que se lo llevaron los Federales (como pasó con la chica de la sangre en el codo). Ya sé que podría parecer ridículo que sea la primera autopsia en cuatro asesinatos, pero más de uno se quedaría asombrado de ver con que frecuencia pasa esto.

Hace un momento he dicho que había que estar muy enfermo de la cabeza como para andar por el depósito de cadáveres con ilusión. Voy a hacer una acotación a ese comentario. Una nota al margen, más bien. Esa afirmación es válida para todo el mundo, salvo para el bueno de Jeff. Jeff Michaels. El forense. “Mi” forense.

Jeff entró en esta comisaría el mismo día que yo, y desde entonces nos hicimos muy buenos amigos. Él me daba la información de los cadáveres de primera mano, en plan exclusiva, y una vez lo sabía yo y había hecho todas las averiguaciones que me daba la gana, él redactaba su informe forense. Eso, en una Central de Policía donde mis teorías sobre algunos casos no eran desde luego las más populares (aunque luego llevase razón sobre las mismas), es un privilegio. Porque Jeff siempre me apoyaba en mis teorías al cien por cien, y miles de veces era el único de todo el departamento que las apoyaba. Ese comportamiento le enfrentó con algunos de los polis de la comisaría, pero a él parecía siempre darle igual.

¡Ah, sí! Su aspecto físico, casi se me olvida. Jeff tenía 52 años. Era alto, de 1’95 metros de altura, calculo yo, y andaba siempre corvado hacía delante. No es que tuviese chepa, o joroba, o algo así, es que simplemente debido a su altura caminaba de manera desgarbada, y eso le echaba hacía delante.

Tenía el pelo gris, y largo, con una cola de caballo que le echaba el pelo hacia atrás, y dejaba sus entradas al descubierto. En cuanto al tema capilar, también diré que lucía una larga y rizada barba del mismo color que el pelo, que acariciaba cada vez que se quedaba pensativo o terminaba de examinar algún cadáver.

Tenía una barriga propia de algunos hombres de su edad, pero por lo demás el resto de su complexión era normal.

Y llevaba un par de gafas de ver, de montura metálica color plateado, que se le resbalaban por la nariz, y que él colocaba y recolocaba constantemente con su dedo índice. Aunque la verdad es que normalmente te miraba por encima de los cristales de aquellas gafas.

Bajé a la morgue. Allí estaba yo, nervioso como un colegial. Había hecho esto cien millones de veces, pero entonces estuve nervioso por primera vez en diez o quince años Una sensación fría se me agarró con fuerza a la boca del estómago, y parecía no tener ninguna intención de soltarse. En ese instante un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Intenté respirar hondo y calmarme. Y todo esto me ocurrió en una centésima de segundo. ESO es un pálpito. Es el anuncio de que algo va a ocurrir, de que algo está cambiando. Giré el manillar. Abrí la puerta. Entré…

Para todo aquel que se esté preguntando qué aspecto tiene un depósito de cadáveres, diré que son muy parecidos a los que salen en televisión, por no decir que son iguales. Paredes blancas, alicatadas, ambientadas con una luz tenue, con una de las paredes llena de armarios frigoríficos plateados para guardar muertos y varias mesas de autopsias por medio.

Allí estaba Jeff y “lo que quedaba” del tipo de la 304. Jeff me saludó como era habitual en él, levantándome sus cejas. Yo le contesté con una frase típica:

–       ¿Qué hay Jeff? ¿Qué tenemos?

–       Pues tu amigo murió por el balazo, ni más ni menos. Hemos extraído la bala y, ¿adivina qué?

–       No hay estriación.

–       BINGO. No puedes seguirle el rastro a esta tampoco. Pero hay algo interesante: tu amiguito tenía mononucleosis, cirrosis, y por el análisis del tamaño de la epífisis de los huesos grandes y el desgaste de sus dientes, debía de tener como unos sesenta y dos años de edad. En la parte superior…

–       Para, para, para… ¿Cómo que sesenta y dos años? ¿Qué quieres decir con eso de sesenta y dos años? – pregunté con la extrañeza propia que tendría alguien al que le acabasen de decir que Santa Claus no existe, aunque estuviese viendo que sí me había dejado regalo.

–       Con lo de tiene unos sesenta y dos años me estaba refiriendo a que su edad ronda los sesenta y dos años – dijo con la flema más británica que uno pueda encontrar en cualquier canal de pago de la BBC.

Se estaba creando entonces uno de esos momentos donde lo asombroso roza con lo absurdo, a través del sentido común, como si saliésemos a la calle y encontrásemos ancianas paseando Tiranosaurios Rex, en lugar de sus habituales y jodidos Fox Terrier. Se produjo un silencio que no sabría decir cuánto duró, ya que un silencio en una morgue dura seis o siete veces más que en el mundo real. Cuando aquello se volvió semi-normal, seguí hablando:

–       Vale, ¿y tienes alguna teoría de por qué si tiene sesenta y dos años aparenta treinta y tantos?

–       No – dijo Jeff. Por si alguien aún no se ha percatado, Jeff solía ser parco en palabras, sobre todo cuando eran temas de trabajo.

–       ¿Qué grupo sanguíneo tenía? – dije yo.

–       AB negativo, distinto de la del codo de aquella chica de la semana pasada. Lo siento Sean.

–       ¿Y por el balazo qué me dices? ¿No pudo ser que le matase otra cosa, y luego le disparasen?

–       Sí, y podría ser que los Bulls volviesen a ser lo que eran, pero no – eso era sarcasmo “Made in Jeff”, que ningún fan de los Bulls, de Jordan o de Chicago en general se lo tome a mal.

–       Creo que a este hombre no le dispararon en aquella casa – dije.

–       Eso sí es más probable.

–       ¿Cómo de probable?

–       Probable del tipo cien por cien. La sangre que me trajisteis del suelo de la escena del crimen indica que estaba muerto cuando lo llevaron allí, como yo sospecho que tú sospechas – a Jeff se la daban muchísimo mejor los sarcasmos que los juegos de palabras.

–       ¿Qué más me puedes decir del disparo? Háblame de la herida – le ordené.

–       Pues como los otros tres: fue realizado a quemarropa, por una pistola automática del calibre nueve milímetros. Por la marca de la pólvora en la ropa, el dibujo que dejó nos indica que en este caso no solamente el arma estaba cerca, sino que la pegaron al cuerpo al disparar.

Puso entonces esa mirada que tan bien conocía yo, arqueando mucho muchísimo las cejas y mirándome por encima de los cristales de las gafas. Había algo más, seguro…

–       Hay algo más, Sean – y ahí viene… -. Este tío murió hace más de siete días, pero no está descompuesto, ni presenta signos de empezar a estarlo, alguien lo ha conservado en formol hasta anoche.

–       Repite eso – dije. El ya a estas alturas famoso sarcasmo de Jeff le llevó a repetir la frase letra a letra y coma a coma.

Supongamos que este es el único tipo de la Tierra capaz de morirse y quedarse incorrupto. Ya sé que eso no es lo que estaba pasando, por eso he dicho “supongamos”. No podía dejar de pensar por qué, de todos los policías, ex-maderos, agentes federales y detectives privados que deben de poblar el mismo planeta, El Único Hombre Incorruptible de la Tierra tenía de tocarme a mí. Yo y mi suerte de las narices (mi suerte y yo no nos llevamos muy bien que se diga).

Empezaba a pensar que este caso se estaba liando demasiado, o por lo menos demasiado como para dárselo a un pies planos de mi catadura. Tres asesinatos, y ahora un cuarto, todos muy parecidos, pero todos muy distintos entre sí. Balas sin estriación, gente que primero desaparece y luego la conservan en formol… Vaya, con esto ya podíamos decir que hay un loco suelto. O eso, o vivimos en el maldito Mundo de Oz. Y que yo sepa, no vivimos en el Mundo de Oz. Aún.

Cuando estaba a punto de que me estallase una vena del cerebro debido a la cantidad de información que estaba asimilando a siete mil por hora, Jeff me sacó del bache. Cuando mi gesto debía ser en aquel momento del tipo “no-tengo-ni-la-más-mínima-idea-de-lo-que-esta-pasando”, Jeff hizo una media sonrisa, y esa media sonrisa quería decir que ahora es cuando llegaban buenas noticias, uno de los dos gestos que me encantan de Jeff. El otro gesto es el de Jeff alzando una copa para brindar.

–       Tengo el informe de la bala y la bala de la chica – anunció Jeff, en lo que a mí me sonó como si Angelina Jolie me invitase a cenar, o escuchase nombrar mi número de la lotería por la radio.

–       ¿Qué tienes el qué? – creo que dije, no estoy seguro, la emoción del momento hace que tenga aquella frase algo borrosa en mi memoria.

–       La bala que se incrustó en la pared, la que salió por detrás de la espalda de ella y que según el informe del F. B. I. “nunca se halló”.

No sé que como coño podía dar la noticia más importante del mes con semejante parsimonia. Contraataqué:

–       ¿Bien y donde está? ¿Has encontrado algo? ¿Qué, qué?

–       Tiene algo que parece una estriación.

–       ¿Cómo “que parece una estriación”?

–       Hay unas marcas en la base de la bala que se han podido identificar las marcas que hacían los primeros modelos de la salida del cañón para la Walther P99 que se fabricaron en el año 1997, cuando aún no estaban disponibles para el gran público.

–       ¿Y tú como sabes eso? – dije casi asustado de oír tanta información de ese tipo de su boca. Estaba convencido que en la carpeta donde lo leyó, en sus cubiertas estaban adornadas con pegatinas de “CLASIFFIED” o “TOP SECRET”, o algo de ese estilo.

–       “Mr. C. I. A.” me debía un favor – dijo él.

A veces Jeff hablaba de  “Mr. C. I. A.”, cuando me hacía algún favor que estaba fuera de sus posibilidades, nunca supe quien era, pero tampoco quería pensar demasiado en quién era Él. Aunque supongo que de dónde sacaba Jeff la información es una pregunta sin respuesta, como por qué los contables llevan visera o cuáles son en realidad las tres delicias del Arroz tres Delicias.

–       ¿Y tu amigo no sabrá decirte de dónde salió el arma, verdad?

–       No, pero he hablado con balística y les he enseñado la bala, y me han dicho que esas marcas las hacían las P99 de las primeras remesas que salieron de Alemania, para Su Majestad, así que es un arma enviada para las S. A. S. Británicas. Pero con el contrabando que hay en el mercado negro, esa arma pudo dejar de pertenecer al ejército hace mucho.

Oh oh. Santa Claus estaba empezando a comportarse como un auténtico hijo de perra conmigo. Esto no era un regalo, era clarísimamente carbón. Ni siquiera del dulce. Sólo carbón.

No pensaba acusar al ejército británico de asesinato. Quizás Mason lo hiciese, él se cree muy macho cuando desafía, pero yo no. Si el departamento ya me tenía asco hasta la saciedad por mi teoría de que los asesinatos estaban relacionados, esto les daría la excusa perfecta para echarme del cuerpo de una patada en mi señor culo.

Esto se ponía serio. La Walther P99 no es un arma que usen los atracadores de licorerías. Ni siquiera para que la usen los hermanos mayores de los atracadores de licorerías. Era para peces más gordos. Para agentes secretos o Fuerzas Especiales de las S. A. S. O algo peor. Es un arma de corte militar, pequeña, ligera, pero no pequeña y ligera del tipo de las que llevan las mujeres en la liga de la pierna en las películas de Bogart, sino algo más grande que aquellas y más “maciza”; capacidad para dieciséis balas, automática y con la precisión que tendría el Campeón Olímpico de Lanzamiento de Dardos, si el C. O. I. admitiese dicha modalidad. Todas estas razones hacen que nueve de cada diez dentistas elijan la Walther P99.

Eran ya más de las tres de la tarde, y llevaba sin comer nada desde la cena de la noche anterior, si exceptuamos el café del salpicadero de Thompson, claro que si alguien considera que el café americano de máquina es un desayuno completo, que despida a su dietista. Lo que quería era irme a casa. A descansar un poco y asentar ideas. Pero aún me quedaban un par de cosas que hacer por la comisaría. La primera, zanjar mi visita a Jeff antes de que me diese otro dato sobrenatural, como por ejemplo: “hay algo más Sean, la víctima era de origen extraterrestre”; y lo segundo era pasarme por el despacho del comisario y dejarle mi informe. En ese momento dudaba si incluir en él las historias para no dormir acerca de la eterna juventud de la víctima o de la conexión entre la bala y la milicia británica. Ya iba a ser bastante con lo que había escrito hasta entonces.

–       Gracias Jeff. Avísame si ocurre algo más – dije para zanjar así el tema.

–       De acuerdo Sean. ¿Sigue en pie lo del martes? – preguntó. No sé a qué se refería, pero estaba en tal shock mental, que le dije “Sí, desde luego; adiós”. Era miércoles, ya tendría tiempo de recordar a qué se refería con aquello.

Salí de la morgue con el ánimo muy distinto al ánimo con el que entré allí, y desde luego muy distinto al ánimo con el que pensaba que saldría de allí. Estaba confuso. Así que lo que haría sería no pensar más en lo que estaba pasando y ataría cabos sueltos en mi apartamento, con una copa de Bourbon y el amigo Bobby Womack sonando en el vinilo de mi cadena de música. Rumbo a la segunda planta, despacho del comisario.

Tras pasar por mi despacho y agarrar la carpetilla con el informe de lo visto en la 304, cogí el ascensor. Siempre me decía “mañana mismo empiezo a ir andando, sólo son dos pisos”, pero nunca lo hacía. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, dentro vi a otros dos agentes en él que me resultaban familiares, y que debían venir del parking. No sé de que estaban hablando (tampoco es que me importase lo más mínimo), pero callaron en cuando se dieron cuenta de que era YO el que se subía al ascensor con ellos. Apreté el botón del 2 importándome un carajo a dónde fuesen ellos. Cuchichearon algo detrás de mí, nosequé de “loco” y nosequé de “estúpido paranoico”. Si viniesen del depósito de cadáveres de escuchar lo que me acababan de soltar a mí, vamos a ver quién era el “loco estúpido paranoico”.

Bajé del ascensor; ante mí tenía un larguísimo pasillo que recorrer. Mientras lo hacía, apretaba con fuerza la carpetilla, y pensaba en cómo enfocarle (más bien venderle) la teoría de que ahora a la Reina de Inglaterra le daba por mandar a gente a matar norteamericanos que no envejecen a sus apartamentos. No creo que alegar que lo mismo era que estaba aún resentida por lo de la Guerra Civil funcionase, eso no colaría. Vaya, ya era tarde para seguir pensando. Fin de trayecto.

Estaba de pie ante la puerta del “jefe”. “Comisario John Appleton” se leía en el cristal de la puerta. No era el típico capitán de policía afro americano que se ve en las teleseries yankies. Para empezar, porque Johnny era de raza blanca, pero un tipo grande, corpulento. Pelo entre rojo y cano de cepillo (pelo-whisky le llamaban los más jóvenes del departamento a sus espaldas), corbatas horteras y camisas de manga corta. Barba de tres días y un grueso bigote bajo su nariz. Una nariz tipo Liam Neeson, que debió, o debieron, partir en mil ocasiones. Jamás quise saber cómo, seguro que era una historia horrible. Tenía muy mal carácter generalmente. Claro que para ser comisario has de tenerlo, debes de hacerte respetar ante gañanes como Mason. Recuerdo una vez que, en una redada, cuando ya sólo quedaban tres agentes y Johnny contra todo escuadrón de la mafia colombiana, él se bastó para atraparlos a todos mientras echaba la bronca a los polis, dos de ellos desangrándose (“excusas”, lo llamó).

Llamé dos veces a la puerta con los nudillos y entré sin esperar contestación, uno de esos comportamientos que aunque los hago hasta yo, no entiendo. Para eso entra a saco y déjate de toc toc’s.

–       ¡Sienta el culo! – gruñó. Mal empezábamos.

–       Aquí tienes el informe, John.  Antes de que me digas nada, que sepas que tengo pruebas más que sólidas que demuestran…

–       ¡¿Que demuestran qué?! ¡¿Qué ha vuelto Jack el Destripador?! ¡¿Que tu asesino es de Júpiter?! ¡Estoy más que harto de tus conspiraciones y tus asesinos en serie! ¡En esta ciudad la gente se mata por quitarse los zapatos unos a otros, o por el abrigo! ¿¡Y qué demonios es eso del fotógrafo?! ¿¡Ahora cobras también por exclusiva o qué?! – mierda, ya se lo habían dicho -. Gracias a Dios que Mason lo echó de allí.

Ese Mason es un bocazas. Y desde luego me odiaba. Decidió ir a chivarse, no por proteger a Thompson, sino para culparme a mí, y luego el cerdo de Thompson se cayó para protegerse. Me sentía importante cuando me hacían esas cosas.

–       Jefe, Mason y yo echamos a aquel tipo, se le coló a Thompson, pero no es la primera vez que pasa. Lo único que tiene la prensa es una foto sin historia, no saben nada. No es difícil: rueda de prensa, se desmiente que esté pasando nada y todos tan felices. Si lo has hecho ya mil…

–       ¡No me digas lo que tengo que hacer – interrumpió Johnny –! Por tu culpa y la de tus agentes se me van a comer  los de Asuntos Internos, pensarán que alguien acepta sobornos para filtrar información. Por no hablar de los Federales, que ya verás qué alegría les da cuando compren el periódico y vean que ya es público. Luego viene la tele, ya sabes…

Que Johnny dijese eso estaba bien para mis propósitos. Me refiero a que inconscientemente estaba relacionando él también este caso con el de la chica a través de los Federales. Porque por el cabreo que llevaba en ese momento encima, fijo que el F. B. I. ya sabía algo de la foto y le habían llamado. Era mi oportunidad de contraatacar. De marcarme un farol. Allí iba:

–       Jefe, ya sé que no te creerás una sola palabra de lo que diga, pero esto está poniéndose muy feo. O abrimos una investigación que relacione todos los asesinatos del último mes, o lo q…

–       ¡Joder, Hamilton, pruebas! ¡Eres un poli, ¿no?! ¡Pues quiero pruebas que demuestren eso! ¡Si me las das, reabrimos hasta el “caso Kennedy”, si no, nada! – gritó a mi cara, disparándome de paso sendos perdigones de saliva. Asqueroso, lo sé. No debería haber hecho lo que hice, pero el farol era lo primero, así que lo hice y me la jugué:

–       ¿Si le traigo pruebas de que está relacionado, jugaremos a lo que yo quiera? – dije con ironía.

–       Sí – sentenció John muy parcamente.

–       De acuerdo, dame veinticuatro horas. Mañana te traigo algo importante… o sin importancia – dije, jugándome el cuello y de paso el caso. Si me dejan hablando tres minutos más, seguro que también le apuesto dinero. En multitud de ocasiones me pierde la bocaza.

–       Vale Sean, a ver si así acabamos con esta chorrada. Mañana a las cuatro de la tarde se te acaba el chollo, o me traes algo o te pongo detrás de un escritorio durante una temporada.

–       O empieza el chollo – sentencié yo, con una chulería impropia de mí.

Coló el farol. Había ganado tiempo paras recolocar todo según el nuevo crimen y ver qué narices pintaba el grandioso y omnipresente F. B. I. en esto. A parte de que Asuntos Internos iba a sumarse a la partida. Qué bien, todo el mundo quiere jugar con Hamilton.

Salí del despacho de John con la certeza de no tener ni la más mínima certeza sobre cómo presentar pruebas consistentes, y lo que es más importante, creíbles, acerca de la relación entre crímenes. Claro que a mi favor contaba con información que el comisario no sabía. Tocaba pensar…

Bajé al parking, a mi coche. Esta vez bajé solo en el ascensor, para escuchar a la fuerza el abominable hilo musical. Me parecía ridículo que una comisaría tuviese ascensor con hilo musical. Claro, que tampoco entiendo los hilos musicales, no sé de quién fue la idea de que si escuchamos unos acordes de violín una y otra vez se nos hacen más cortas las esperas o los trayectos largos. Quizás sea un plan de control mental urdido por ascensoristas y dentistas. Pero esa era otra teoría de la conspiración que no me incumbía en absoluto. Yo bastante tenía ya con la mía. Guardé todas las carpetas, fotos y demás en la guantera. Arranqué el coche. Sonó Stearlers Wheel otra vez. Me largué a mi casa.

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El hombre Deja-vu. Capítulo 02: El método policial

CAPÍTULO II: EL MÉTODO POLICIAL.

Todo estaba oscuro. Aquí, en mi despacho, todo está oscuro. A pesar de que son más de las doce del mediodía, había poca luz, apenas la que se filtraba a través de las láminas de mis persianas de estilo veneciano. Pero no me refiero sólo a la iluminación de mi despacho. En mí, por dentro, todo está oscuro. Oscuro porque acabo de recoger el cadáver de un pobre diablo al que han asesinado en un apartamento de mala muerte. Y oscuro, porque eso ya lo había hecho tres veces antes en lo que va de mes. Y oscuro, porque estaba perdiendo la fe en la condición humana, por no hablar de mi fe en la raza humana… Perdón, estoy yéndome del tema.

Como decía, estaba solo en mi despacho, sentado en mi sillón giratorio de oficina, haciendo el informe sobre lo que acabábamos de ver. Hacía los informes en una vieja Olivetti, que había sido de mi padre antes que mía. No,  tampoco tenía ordenador. Ni móvil ni ordenador. Adoro ese ruido que hacen las teclas al redactar. Fuerte, mecánico y seco, como debía ser. Tenía el escritorio lleno de borradores de informes de los otros tres crímenes. Me gustaba conservarlos cerca, para releer de vez en cuando antiguas teorías mías. Es bueno recordar cada cierto tiempo en que se equivoca uno. Y también porque así veía la progresión de mis ideas en torno a un mismo caso.

También tenía un teléfono encima del escritorio, negro, de baquelita, con una rueda enorme en medio para marcar los números. El departamento me obligaba a tener aquel cacharro allí, para poderme localizar dentro de la comisaría. Por mí lo arrancaría de cuajo de la mesa, sólo servía para que me diesen malas noticias cada vez que sonaba. Pero aquella mañana podía sonar en cualquier momento; estaban haciéndole la autopsia al muerto de la habitación 304 y sonaría en cuanto acabasen con él para decirme qué habían encontrado (o qué no habían encontrado). Vamos, que para mi desgracia, en aquellos momentos dependía de esa maquinita infernal.

Tenía dos cajones en mi mesa: el de más arriba, al que yo llamaba “primer cajón”, contenía lo que catalogaremos como material de oficina, es decir: una grapadora, muchos lapiceros, folios blancos, gomas elásticas, un borrador, clips,  rotuladores negros para pizarra blanca, y una botella de whisky sospechosamente semi – vacía, aunque esto último no lo catalogaré como material de oficina.

En el cajón de abajo, o “segundo cajón”, había guardado un cerro de camisas limpias, que cambiaba semanalmente, porque como ya he dicho antes, en este trabajo uno sabe cuándo sale de casa pero no cuándo vuelve.

A la derecha de mi mesa tenía colgados en la pared unos cuantos marcos: algunos eran títulos policiales, como una medalla al valor (de la que me sentía bastante orgulloso), y otros eran recortes de periódico de casos que resolví. ¡Ah, sí! También había un recorte enmarcado de una vez que fui al estreno de una película y salí en la prensa local. No era una hazaña acojonante, pero me hacía ilusión.

Detrás de mí había un mueble largo, que ya estaba en mi despacho cuando llegué, hace ya mucho tiempo. No sabría exactamente cómo llamar a aquel mueble de madera lleno de cajones por encima y armarios por debajo, pero yo lo llamaba “aparador”. Aquel mueble lo tenía abarrotado de periódicos, periódicos y más periódicos. Periódicos de ayer, del mes pasado, del año pasado, recortes de periódico, fotocopias de periódicos viejos…. Todos guardados por una razón: en ellos había noticias de crímenes sin resolver. Algún día los resolvería, pensaba para mí. Es una especie de patología, lo sé, pero no podía soportar ver en la prensa todos aquellos asesinatos o robos sin resolver por culpa de un puñado de agentes vagos (como Mason), que preferían dar el caso por cerrado a hacer justicia.

Enfrente de mi mesa, obviamente, la puerta. De madera, y con una ventana de cristal translúcido de forma rectangular. A la izquierda de la puerta había un perchero donde había colgado mi gabardina. En la ventana de la puerta estaba escrito: “Teniente Sean Hamilton”. Un despacho muy clásico, lo sé, todo muy del rollito Phillip Marlowe.

La pizarra blanca para la que guardaba rotuladores en el “primer cajón” estaba colocada en la pared a la izquierda de mi escritorio. En ella escribía todos, absolutamente todos los datos, pistas, nombres y demás etcéteras relacionados con el caso o casos que tuviese entre manos en esos momentos.

Tenía tres columnas escritas en la pizarra, para cada uno de los crímenes que aún no había resuelto:

En la primera columna, que se titulaba “Joey”, estaba el primero de los casos. Encontramos un hombre de unos 30 años muerto en un piso de la zona de granjas de ganado al nordeste de la ciudad. Se llamaba Joey Reagan, lo ponía en una placa metálica de esas que llevan los militares. Y tenía pinta de paleto. Las granjas no estaban en mi jurisdicción, pero los pisos que el alcalde les dio a los ganaderos sí lo estaban. Lo mejor de todo es que el tipo ni era ganadero ni había sido militar, o por lo menos no hallamos nada al rastrear su nombre en la base de datos. Sólo teníamos lo que pudimos encontrar, un tipo tumbado bocabajo con un  tiro en mitad de su espalda, una ventana abierta y ningún signo de forcejeo. La bala que le extrajimos era del calibre nueve milímetros, pero la estriación de la bala no nos dijo nada. Para todos aquellos que no sepan lo que es una estriación en la bala, explicaré que, cada vez que se dispara un arma, el cañón deja unos arañazos irregulares curvos o estrías en la parte baja de la bala. Cada cañón deja unas estrías únicas, como si fuese un código de barras, por lo que se puede saber qué arma disparó cierta bala por la estriación que deja. Pues bien, la bala no tenía estriación. La primera vez que lo veía en mi dilatada carrera. Ese hecho excepcional dejó el caso en un punto muerto. Y para rematarlo, cuando conseguimos una orden para la autopsia, los federales se llevaron el cuerpo. Primera vez de la larga lista de veces que metieron su gubernamental nariz en mis asuntos.

La segunda columna se titulaba “Bill”. Su cuerpo apareció yaciendo en el portal de su casa, en la zona industrial, una vez más con un tiro en la espalda, a la altura de la zona lumbar. Se llamaba William Anderson, y tenía cuarenta y dos años; encontramos su nombre escrito en una tarjeta de visita que llevaba en el bolsillo derecho del pantalón. Era informático, y el teléfono escrito en la tarjera el de su empresa. Llamamos, y la chica que nos atendió a la llamada nos dijo  la edad y la dirección de Bill, y también que llevaba cuatro días sin ir a trabajar. Raro. Era imposible que el bueno de Bill hubiese pasado cuatro días muerto en aquel portal y nadie hubiese informado a la poli. Y además, cuatro días es como para que estuviese ligeramente descompuesto cuando lo encontramos, pero no llevaría más de diez horas muerto. O sea, que sabe Dios dónde pasó aquellos tres días previos a su muerte. Ni una sola pista de cómo llegó allí. Bueno, sí había una pista, pero de todo el departamento contaba como pista sólo para mí: murió por una bala de nueve milímetros sin estriación.

He ahí porque creía que había un asesino común. Es imposible que existan muchas armas cuyo cañón no deje estriación en la bala. Es como si de repente empezásemos a encontrar personas sin huellas dactilares. Otrora de ser ilegal vender armas con el cañón trucado de esa manera. Le dije al capitán y al comisario que empezasen a investigar las armerías de la ciudad, pero me tacharon de loco, y mis compañeros también, así que tuve que seguir con mi teoría solo.

El piso de Bill tampoco nos dijo nada acerca de dónde estuvo los tres días previos, y no le habían robado nada, aunque una de las ventanas del salón estaba abierta. Lo que sí encontramos el número de sus padres, a los que llamamos para que identificasen el cuerpo. Cuando llegaron, sólo su padre lo identificó, la madre no paraba de repetir que aquel no era su hijo. Terrible. Y algo aún más terrible para mí, otra vez en punto muerto.

La tercera columna se titulaba “La Parejita”. Encontramos el cuerpo de una mujer de veintitantos muerta en mitad de la calle. Un tiro certero, en mitad del estómago. Ni nombre, ni edad, ni teléfonos, ni familiares… por más que rastreamos y rastreamos, nunca encontramos el más mínimo dato acerca de ella, ni tan siquiera sus huellas estaban en la base de datos. Todo un misterio. La prueba de la parafina demostró que tenía restos de pólvora en la palma de la mano derecha, o sea, que había disparado un arma poco antes de morir. Arma que dicho sea de paso, no encontramos. Sí, una vez más, la bala que la mató carecía de estriación; y ya iban tres asesinatos cometidos con la misma arma homicida. Al final, el F. B. I. se llevó el cuerpo y no pudimos hacerle la autopsia. No recibí ninguna explicación a por qué el Tío Sam necesitaba aquel cadáver más que yo, pero aunque no preguntase ya se encargaría el comisario de decirte “no preguntes”.

A estas alturas cualquiera se preguntará por qué llamé “La Parejita” a la tercera columna. Lo hice porque encontramos sangre de otra persona en las suelas de las botas y en uno de los codos de la chica. Por el análisis de la sangre “extra”, descubrimos por el ADN que era de un hombre. Lo raro es que nunca se ha hallado ese cuerpo. Pero algo me decía que aquel hombre, si apareciese, lo haría tumbado bocabajo con un tiro en la espalda. En aquel momento esperaba que el análisis de ADN coincidiese con el tipo de la 304. Era poco probable, pero quien sabe, tal vez sonase la flauta.

Obviamente se me ocurrió la idea de que esa sangre pudiese ser de su asesino, aunque no se presentasen signos de lucha o de que ella hubiese opuesto resistencia. Pero claro, esa era una pista poco consistente como para pedir una orden de arresto contra todo el mundo que tuviese ese grupo sanguíneo. Poco consistente. Así que esa mancha pasaba a convertirse en otro cabo suelto.

Seguía tecleando en mi máquina todo cuanto había pasado hacía unas horas, intentando ser lo más imparcial y objetivo que se puede ser cuando sabes que tú tienes razón y el resto no quiere que la tengas. Aunque a esas alturas del día seguro que alguien ya había informado al comisario de aquello, escribí el incómodo – siendo fino – incidente con el fotógrafo. Prefería que se enterase por mi informe antes que por la edición de la tarde. Intenté dejar a Thompson fuera de aquello, pero me fue imposible. No me gustaba ser un chivato y delatar a mis compañeros, pero aquel tipo metió la pata hasta el fondo. Seguramente le tendrían algunas semanas vigilando parquímetros y nada más.

En cuanto terminé mi informe me senté frente a la pizarra. A pensar. Miré y miré aquella maldita pizarra. Durante más de dos horas. La releí una y otra y otra vez. No estaban conectados por ningún lado: ni nombres, ni direcciones, ni amigos comunes, ni familiares… Nada. Sólo aquellas balas anónimas. Podría haber dicho “Joder, madre mía, estoy ante el caso más difícil de toda mi carrera, y bla bla bla…”, pero decir eso me sonaba a tirar la toalla, quizás no del todo, pero no se puede negar que había un tono derrotista que no me daba la gana de asumir. No soy un perdedor. Cogería a ese tipo.

Cuando conté una vez más la teoría de un asesino en serie común, todo el departamento se me echó encima. Como si hubiese mentado al Demonio o algo similar. La verdad es que con la oleada de crímenes que suele asolar la ciudad, podría haber sido cualquiera el que mató a esas personas, pero tenía un pálpito, intuía que era la misma persona. Y empezaba a desesperarme. Y mucho. A desesperarme, enfadarme y ofuscarme, las tres cosas. Y eso es lo peor para resolver un asesinato (o cuatro).

– Vale, partamos de cero; como si este fuese un crimen aislado. Qué nos dice la escena: la escena nos dice que hay un tío con un tiro en la espalda. Obvio, pero cierto, no obstante. Y no hay forcejeo. Eso puede querer decir que la víctima conocía a su asesino.

– Por otro lado tenemos el testimonio de la vecina de la 301, que dice que a la víctima la metieron en el piso dos tipos, y no uno sólo. Y según ella, forzaron la entrada, o sea, que no tenían ni las llaves del piso ni conocían al auténtico dueño del piso, pero debían saber que se hallaba vacío.

– En ese momento entran los tres y… y… joder… ¿Qué demonios ocurrió dentro del piso?… piensa Hamilton, piensa…

– Paso a paso: abrieron una ventana, lo tiraron al suelo, le dispararon, y se fueron… No. No pudo ser así de sencillo, ni tan simple. Siempre hay un móvil. Y ni siquiera robaron nada. Aún habiendo cosas por robar, como aquella cojonudísima bandeja de plata del salón. No. Tiene que haber un móvil, siempre lo hay. Debe de ser de tipo personal, por eso se me escapa. O quizás les debiese dinero. Eso es. Y prepararon el lugar para que pensásemos que fue un robo.

Vaya mierda, Sean. Tú mejor teoría es que estás siguiendo a una banda de ajustadores de cuentas, o de cobradores de deudas, que es peor. En cualquier caso, daba igual. Fueran lo que fuesen, cazarrecompensas, mormones o los putos Niños Cantores de Viena. Conocían los métodos policiales: no dejaban huellas, no había indicios de que nadie más hubiese pisado aquel apartamento a parte de la víctima. Si no es por la vieja, jamás hubiésemos sabido que eran dos.

Bien, pues volvamos a la visión general. Mis tres casos juntos en uno solo, mi teoría: Todos los cuerpos fueron hallados bocabajo, con un tiro disparado desde detrás, a sus espaldas, sin ningún signo de lucha o de que hubiesen ofrecido resistencia. Todos aparecieron impecablemente vestidos y peinados en sus respectivas escenas del crimen. Ninguno de ellos tenía evidencias de que les hubiesen intentado robar. Solamente aquellas malditas puntas de bala sin estriación. Ni casquillos que corroborasen nada sólido…

Estaba tratando con unos genios, unos profesionales, o con los idiotas con más suerte que yo haya vista en la vida.

Y una vez más en el punto muerto. ¡Joder, cómo odiaba eso! Nada más que hacer, tan solo esperar a que sonase el condenado teléf…

Un momento…

No había casquillos… en ninguna escena…

Se me encendió la bombilla. “Ya era hora”, pensé para mí. Repasé nervioso las notas que Crockett tomó de la declaración de la vieja de la 301.

Efectivamente. La señora NO escuchó disparo alguno. No lo menciona, y es una declaración donde lo único que falta es qué comió ella ese día y si tuvo alguna vez al Fox Terrier, que aquella mañana, no voy a negarlo, yo eché de menos. Así que si no dijo que oyese disparos, es que no hubo disparos. El tipo ya estaba muerto cuando ella les vio dejarle allí.

Si alguno está pensando “¡Hey!, quizás eran asesinos profesionales, quizás utilizaron un silenciador, etcétera…”. Bien, a esos les diré que dejen de ver tantas películas de espías. Un disparo realizado con un silenciador se puede oír en un radio de hasta 200 metros, y la vecina estaba descaradamente dentro de dicho radio.

O sea, que si estaba muerto antes de lo que pensábamos, ¿lo estarían también los otros tres? Eso explicaría donde estuvo Bill los tres días que pasó desaparecido del planeta Tierra.

Aún así, todo era muy raro, mucho como para que se tratase simplemente de cobradores de deudas o cosas así. Esta era la primera autopsia que podía hacer, y esperaba responder preguntas y cerrar bocas.

Asúmelo, viejo. Estás tratando con el psicópata hijo de puta más inteligente de la larga lista de psicópatas hijos de puta que inundan el país. Y estaba solo en esto. Cosas de mi suerte.

Todo estaba oscuro.

Se hacía pesada la espera. Eran más de la una y media, empezaba a tener hambre… Pero entonces… ¡MILAGRO!

Por fin sonó el teléfono. Del otro lado se oyó: “El cadáver está listo y disponible para que lo examines en el depósito, le acaban de hacer la autopsia. Debería usted estar allí, señor, presenta algunas irregularidades”, dijo una voz al otro lado del hilo telefónico.

“Irregularidades”. Menuda palabreja para decirme que habían encontrado algo en el fiambre que no les cuadraba y que estaban esperando que yo les sacase de dudas.

Lo que yo decía. Aquel trasto sólo daba malas noticias.

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